Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


A qué olía Madrid en dos mil quince

¿A qué olía Madrid en dos mil quince, a qué olía el dos mil quince en Madrid?



A crema de aloe vera extraída de tus plantas, cera de actor con bigotillo por Lavapiés, coleta canosa para el último cartero que ganó la oposición, pan con gasolina por la cuesta de El Carmenhaba tonka y cardamomo en la ginebra, tu primer sueldo serio de arquitecto, que ya no olía a papel gastado, a billete de diez, Madrid se transforma y suda el cuello de camisa electoral Luís García Montero, salta polvo del zapato, polvo bajo el Metro, polvo de peluca por Chueca, tarta de crema en el rostro de Esperanza Aguirre, perfume de hortera de semáforo, eau-de-toilette Provincia en el probador de Zara, leche de teta para chinas recién nacidas, el bello de tu nuca, que es la huella digital de los olores, esta tarde olía a nuez y ardilla en El Retiro, a migas ecuatorianas en Domino’s pizza, a caviar y cocacola por Las Cuatro Torres, santo ladrillo de Rafael Moneo que contiene el olor de las matemáticas, santa braguita húmeda de cama, santa cama sin braguitas, Amor del Bueno, que se escribe con Mayúsculas y sabe a vida, a madera vieja del Ateneo, a jazmín de la Piovera, rosas de la La Guindalera, ozono fresco bajo Pinar del Rey, hielo azul de la coctelería Lagasca que sabe a American Express, José Tomás echándose las cartas en la santería de Ventas huele sangre de lobo solitario, todo el hormigón del barrio de la Estrella y Moratalaz, que es de Sáenz de Oiza y se asienta mejor, Marqués de Suances, Conde de Torre Arias, Duques de Osuna, esa fragancia caduca de La Quinta de los Molinos y El Capricho y que se resiste abandonar, como polvo de escuela, polvo de piscina, polvo en rayitas por Chamberí, al principio el polvo es divertido, se puede escribir sobre el "tonto el que lo lea", pero al día siguiente las palabras no se ven porque hay más polvo sobre ellas, qué fue de Gallardón y su caries maloliente, aún perdura ese olor a gamba frita, pis y churrería de La Latina, trucha verde del Manzanares, oso pardo en bronce que rezuma alcantarilla, daguerrotipos desteñidos en El Matadero con su olor a cinc, tus zapatos de tacón color crema, el Doré y La Noche Americana, polvo de tiza en la pizarra de Pablo Iglesias, polvo de queroseno en el jet de Ana Botella, polvo de Senado y polvo de Parlamento, lejía en los pasillos y glucosa en los goteos del Piramidón, medallas al mérito por el Cuartel de Cuatro Vientos con su olor a guerra, carboncillo y algodón en el Círculo de Bellas Artes, esa celebrity esta noche sale en Telecinco y lleva puesto Channel por el orto tres más dos, aún olía esa mala rima, ese mal chiste de poeta, como un ejecutivo por la Técuatro de Barajas, por la Puerta de Atocha, acelerado en su Alfa Romeo, que ciertas veces apesta a Blue y otras a Loewe, los ordenadores tienen ese gusto a cobre, los esmartfons un tanto a celofán, los relojes inteligentes a caucho, vacío y tempus fugit, ya no me acuerdo a qué olía la soledad, era como a sábana sucia, a café de desayuno sin leche sin azúcar con nubes de tabaco, nosotros sabemos que todo tiene un aire a centro comercial,  a escaleras en Rebajas, a laca en el peinado de Doña Letizia, lo contaste tú un día, cuando era un proyecto de arquitecto transformar el olor de esta ciudad, ahora, en dos mil quince, todo cambia.


Todavía existe un olor golfemio, de exaltación lírica, Madrid olía a poesía y farra más que ninguna otra ciudad, tal vez Dublín o Lisboa, pero sólo tal vez, el dos mil quince olía a ficción contemporánea, a cuento posmoderno sin personajes de carne y hueso, a novela laberíntica, que siempre olió a Ferlosio a Cela a Umbral, a gafa de pasta ancha, moda complementaria del Hípster, eterno revival de Malasaña, siempre hay un olor perdido en La Colmena, en las candilejas del Teatro Valle-Inclán, en el piano del Bogui Jazz, yo te besaba todo el dos mil quince, y era la manera de tenerte siempre, de mantenerte dentro, un genio recubre con bambú una vivienda social por Carabanchel, y la ciudad cambia, Madrid es otra, se ha multiplicado el jardín vertical de Caixa Fórum, Santa Ana está repleta de despedidas de soltera, van a llenar de olores la maternidad de O’donnell, por La Gran Vía la fragancia es ecléctica, olía a respiradero de Metro, a lubricante de chocho, a Cartier de oro blanco, nunca se nos irá este olor a obispo, a padre dominico, a luz angelical de Miguel Fisac, anoche olía a Cristo de Medinaceli, a San Isidro a Nuestra Señora de Fátima, ese ambientador de piedra neoclásica y pizarra para esconder tanta miga de pueblo manchego, ahora vomita el guiri por la calle Huertas unas papas con chorizo y vino malo, no se nos va el olor a cuero de cabra, a baratija de gitana, a marihuana de El Rastro, ese tufo a ideólogo de clase dominante, a plátanos y castaños filtrando polución, el Mercado de Ventas olía a pescado por sus nueve esquinas, y miles de manteles sabían a pote gallego, lacón y orujo, abres la ventana y despierta un cielo limpio y cálido de Mayo, nos gusta el olor de nuestra vida desnuda, hoy terminaban los Institutos sus clases y las calles saben a zapatilla de goma, a sudor de Gimnasio Maravillas, a rebote en el Ramiro de Maeztu, sabes que me pone el olor a librería y entro en conducta compulsiva comprándolo todo, si oliera así El Corte Inglés de Preciados estaría arruinado, pero huele a laboratorio, a líquido de revelado, a fotocopia, y me recuerda tanto al trabajo, ya sabemos que Madrid olía a antena parabólica, lo dijiste un día, cuando veíamos desde Vallecas ponerse el Sol sobre la Capital, tal vez fuera una metáfora rapera de Pan Bendito, pero yo no quería oler a gomina de bróker y tú portabas ese bello perfume de Norman Foster, sabemos que hay fétidos olores bajo el Metro Banco de España que guardan poca distancia al oro del Reino, y no llegan a mezclarse, esa es la verdadera alquimia, fundir oro con mierda, acabar con la pobreza, aquella noche tú decías que yo olía a poeta, y a mí no se me olvida el olor de tu nuca. 

Poeta y traficante

Jorge Valverde, con su gorra de capitán de yate a lo Carlos Barral, parece que hace a todo, y nosotros, los distinguidos editores, estamos encantados con él, con los poemas que presenta en la Casa Encendida, con su manera de comer gambas y calamares en la Plaza de Santa Ana, con su manera de beber y fumarlo todo. Jorge Valverde tiene cuarenta y dos años y viene de la isla de El Hierro, donde los inviernos, que allí son eterno verano, se dedica a escribir poesía, a vender hachís a marinos ingleses o suecos y a pasear entre volcanes y lagartos.

Los poetas son seres de doble vida, una visible que crece en los libros, y otra, oculta, que se filtra por tierras baldías.

Pablo Neruda traficó durante la guerra civil española con refugiados y huidos del fascismo, y toda la vida traficó con ideas rusas, que eran rusas color incendiario, color hoz y color martillo, y cruzó los Andes en un par de ocasiones con las alforjas sobre las mulas repletas de papeles, que eran dinamita y funcionaban como nubes tiradas a las piedras, y se juzgaron igual que delitos de traición, igual que tráfico de material explosivo.

Garcilaso, Rimbaud o Byron traficaron con armas, llevaban un cuchillo afiladísimo, compraron y vendieron esclavos, dispararon fuego a discreción y mataron sin conocer al hombre que tuvieron delante, las correspondencias más lejanas, como el cruel corazón de hierro solitario y los jazmines azules para las cartas de amor, ciertas veces desfilan juntas y duermen en la misma cama.

Miguel Ángel Velasco traficó toda su vida con alucinógenos junto a su amigo Antonio Escohotado, por eso sentó sus poemas en alejandrinos, que es la arquitectura perfecta para levantar arcos de catorce pies. Y cuando muy joven recibió el Premio Loewe se cocinó un revuelto de gírgolas, ceps y amanita muscaria, y todos los académicos disfrutaron de esa tortillita de setas que ofrecía el joven Velasco cuando cantaba.

Don Ramón María del Valle-Inclán traficó con Tirano Banderas, con el Marqués de Bradomín y con Max Estrella, por los mares del caribe mexicano, por la Semana Santa de Nápoles o por las calles de Madrid empapadas de bohemia, y llevó del brazo a Alejandro Sawa, que era un gran traficante ciego, y se dejó llevar con Rubén Darío, que inventó el tráfico de verdes alcoholes y musas azules, y manipularon todos los espejos de la ciudad y, ahora, ninguno puede verse reflejado en ellos sin deformarse.

Jaime Gil de Biedma traficó con chulos, preferiblemente jóvenes, y cuando por los áticos de Manhattan los camareros servían champagne y marihuana en bandejas de plata, ya no importaba tanto si eran jóvenes, pero sí que fueran negros y hablaran con un arrastrado acento del Bronx, y que se dejaran quitar su corbatín de camarero a besos o a mordiscos y por lo que valen cincuenta dólares.

Hacerse rico es ganar dinero, y la riqueza y el dinero son –en lenguaje no poético- considerados casi por entero sinónimos. Y el poeta es un ser nada poético durante gran parte de su vida, y trafica con dinero, como Luís Alberto de Cuenca, Octavio Paz o César Antonio Molina, por que la política, a este nivel de Secretario de Estado, Embajador o Ministro, es claramente tráfico, puertas giratorias y dinero.

Francisco de Quevedo Villegas traficó como buen espía, y dejaba notas bajo el servilletero de Felipe IV, que, ciertas veces, eran poemas y otras no, más bien notas difamatorias, libelos, que luego oía de labios del Rey toda la corte y que enfurecían al Ministro de la Inquisición y al Conde Duque de Olivares, casi por igual, y que causaron expropiaciones de Estado ejecutadas por fiscales. Ese era el gran éxito del Barroco: descubrir que la arquitectura catedralicia hecha para el gusto de los arquitectos emocionaba al pueblo, o que la poesía hecha para el gusto de los reyes y poetas actuaba sobre la justicia. Francisco de Quevedo Villegas fue un gran traficante, el más grande quizá.