Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


El sombrero de Moneo


Moneo pasa el peine por los planos, quita las hojas secas, lo ampuloso, el arabesco y la grasa, los piojos del diseño –comenta Marta.


A mí me distraen más sus maquetas: limpias, sencillas, reveladoras. Hemos entrado en la planta baja del museo Thyssen-Bornemisza, el arquitecto Rafael Moneo expone Una reflexión teórica desde la profesión Materiales de archivo 1961-2016– con planos, maquetas y fotografías.


Echo de menos las memorias de los proyectos y se ven pocos dibujos –apunta Marta– Moneo siempre dibuja cada uno de sus trabajos, es un clásico, un ciervo blanco de la arquitectura, como Le Corbusier, Álvaro Siza o Rem Koolhaas.


Ciertas veces me distancio de Marta, le dejo a su aire, con sus reflexiones, sus teorías, sus planos astrales. La exposición está ubicada en varias salas, dispone de un buen espacio bajo una luz blanca un tanto azul, es agradable recorrer las obras, proyectar –intuir tal vez– la vida en las ciudades alzadas por Moneo.


Ese plano se salva por un pelo –interrumpo a Marta, que paraba aún en la primera sala– ¿Había un pelo en la Sede principal de Bankinter? –contesta, sonríe y formula otra vez Marta– Ha pasado el peine muy fino sobre el croquis de la Fundación Pilar y Joan Miró de Palma de Mallorca, ha quitado la sobre cubierta, las enumeraciones de la trenza, lo brumoso y sus rulos. De nuevo sacó el peine, sacó el abrojo y la tinta rancia, el esquinazo, la junta, el manido encuentro.


Las cosas que dice Marta me ayudan, me sitúan ante lo que estoy viendo. Hay un museo en Estocolmo, en una de sus múltiples islas, que ya no son tan islas porque tienen sus puentes, donde se alzó el proyecto Telémaco hecho de piedra ladrillar color Moneo, que es el color y el canto de la tierra mía. ¿Por qué se eleva tan sereno el ladrillo de Moneo, por qué nos relaja tanto? –No le pregunto a Marta esta vez, sé que guarda respuestas, pero prefiero oírla discurrir: Por las líneas, por los sueños pasó una y otra vez el peine, buscó la maraña, esa enredadera que se posa en las mesas paralex de los arquitectos. Una vez más pasó el peine por la cabeza calva de la ciudad, despeja cada una de las escaleras, los jardines, las plazas.

 

Moneo vive pegado a un lápiz. Con un lápiz puedes dibujarlo todo: el trazo fino y sus sombras, la arquitectura de gran escala y los proyectos que no verán su luz, que no se materializarán. Moneo –apunta Marta– ha creído siempre en la sencillez del lápiz, sin caer en la tentación de la utopía, ha sido deliberadamente no-utópico, sin tanto narcisismo, sin tanta contradicción. El lápiz de Moneo no da puntada sin hilo.