Jorge Valverde, con su gorra de capitán de yate a lo
Carlos Barral, parece que hace a todo, y nosotros, los distinguidos editores,
estamos encantados con él, con los poemas que presenta en la Casa Encendida,
con su manera de comer gambas y calamares en la Plaza de Santa Ana, con su manera
de beber y fumarlo todo. Jorge Valverde tiene cuarenta y dos años y viene de la
isla de El Hierro, donde los inviernos, que allí son eterno verano, se dedica a
escribir poesía, a vender hachís a marinos ingleses o suecos y a pasear entre volcanes
y lagartos.
Los poetas son seres de doble vida, una visible que
crece en los libros, y otra, oculta, que se filtra por tierras baldías.
Pablo Neruda traficó durante la guerra civil española
con refugiados y huidos del fascismo, y toda la vida traficó con ideas rusas,
que eran rusas color incendiario, color hoz y color martillo, y cruzó los Andes
en un par de ocasiones con las alforjas sobre las mulas repletas de papeles,
que eran dinamita y funcionaban como nubes tiradas a las piedras, y se juzgaron
igual que delitos de traición, igual que tráfico de material explosivo.
Garcilaso, Rimbaud o Byron traficaron con armas,
llevaban un cuchillo afiladísimo, compraron y vendieron esclavos, dispararon
fuego a discreción y mataron sin conocer al hombre que tuvieron delante, las
correspondencias más lejanas, como el cruel corazón de hierro solitario y los
jazmines azules para las cartas de amor, ciertas veces desfilan juntas y
duermen en la misma cama.
Miguel Ángel Velasco traficó toda su vida con
alucinógenos junto a su amigo Antonio Escohotado, por eso sentó sus poemas en
alejandrinos, que es la arquitectura perfecta para levantar arcos de catorce
pies. Y cuando muy joven recibió el Premio Loewe se cocinó un revuelto de gírgolas,
ceps y amanita muscaria, y todos los académicos disfrutaron de esa tortillita
de setas que ofrecía el joven Velasco cuando cantaba.
Don Ramón María del Valle-Inclán traficó con Tirano
Banderas, con el Marqués de Bradomín y con Max Estrella, por los mares del
caribe mexicano, por la Semana Santa de Nápoles o por las calles de Madrid empapadas
de bohemia, y llevó del brazo a Alejandro Sawa, que era un gran traficante
ciego, y se dejó llevar con Rubén Darío, que inventó el tráfico de verdes alcoholes
y musas azules, y manipularon todos los espejos de la ciudad y, ahora, ninguno
puede verse reflejado en ellos sin deformarse.
Jaime Gil de Biedma traficó con chulos, preferiblemente
jóvenes, y cuando por los áticos de Manhattan los camareros servían champagne y
marihuana en bandejas de plata, ya no importaba tanto si eran jóvenes, pero sí
que fueran negros y hablaran con un arrastrado acento del Bronx, y que se
dejaran quitar su corbatín de camarero a besos o a mordiscos y por lo que valen
cincuenta dólares.
Hacerse rico es ganar dinero, y la riqueza y el dinero
son –en lenguaje no poético- considerados casi por entero sinónimos. Y el poeta
es un ser nada poético durante gran parte de su vida, y trafica con dinero,
como Luís Alberto de Cuenca, Octavio Paz o César Antonio Molina, por que la
política, a este nivel de Secretario de Estado, Embajador o Ministro, es
claramente tráfico, puertas giratorias y dinero.
Francisco de Quevedo Villegas traficó como buen espía,
y dejaba notas bajo el servilletero de Felipe IV, que, ciertas veces, eran
poemas y otras no, más bien notas difamatorias, libelos, que luego oía de
labios del Rey toda la corte y que enfurecían al Ministro de la Inquisición y
al Conde Duque de Olivares, casi por igual, y que causaron expropiaciones de
Estado ejecutadas por fiscales. Ese era el gran éxito del Barroco: descubrir
que la arquitectura catedralicia hecha para el gusto de los arquitectos
emocionaba al pueblo, o que la poesía hecha para el gusto de los reyes y poetas
actuaba sobre la justicia. Francisco de Quevedo Villegas fue un gran
traficante, el más grande quizá.