Tuvimos noches en Atenas repletas de luz. La literatura y más concreto la
tragedia era un espectáculo de antorchas y flechas ardientes, la satinada
imagen de la amazona espartana, de
largas piernas desnudas, danzó libre en los teatros. Nosotras fuimos las
primeras en representar la victoria de la mujer en el Acrópolis. Dimos luz a la ciudad para salir de las tinieblas
del hombre. Nos favorecimos del drama y la comedia, para iluminar las plazas y
apagar los mitos, los últimos poetas píticos de Delfos
nos dejaron paso, no sin resistencia. La retórica se alzó en Grecia, reclamó su canto femenino y democrático, Atenas repleta de luz fue nuestra.
El encargo de la grandiosa estatua de Atenea es la historia de mi padre. Él fue educado en el
círculo de Aspasia y Anaxágoras, aprendió música con Darión, que hacía sus propios instrumentos para ser
interpretados en la biblioteca del Ágora,
antiguo discípulo de Pitágoras, y como
él componía en pentagrama, con una caligrafía elegante, semejante al dibujo de
un templo de seis notas o seis columnas. Es ahí -cuenta Aspasia- donde Fidias
se enamoró de la arquitectura definitivamente, aplicó la precisa escala musical
para dibujar el templo de Hefesto y del Partenón, la música se transformó en dibujo, el equilibrio se
representó a gran escala. La armonía constituye la belleza del cuerpo, de la
misma manera que la sabiduría es la expresión más alta del alma. Los desnudos
de Fidias guardan armonía y sabiduría. No reciben el mensaje de nuestra
angustia y de nuestra ignorancia. Como Atenea
Partenos, como Niké
alada, como la Hidra de
bronce, esos cuerpos gloriosos fueron esculpidos para siempre, y Fidias les concedió una equilibrada permanencia: esa armonía
feliz y sabia con que se exhiben ante nuestra vida inquieta.