Tuvimos noches en Atenas repletas de luz. La literatura y más concreto la
tragedia era un espectáculo de antorchas y flechas ardientes, la satinada
imagen de la amazona espartana, de
largas piernas desnudas, danzó libre en los teatros. Nosotras fuimos las
primeras en representar la victoria de la mujer en el Acrópolis. Dimos luz a la ciudad para salir de las tinieblas
del hombre. Nos favorecimos del drama y la comedia, para iluminar las plazas y
apagar los mitos, los últimos poetas píticos de Delfos
nos dejaron paso, no sin resistencia. La retórica se alzó en Grecia, reclamó su canto femenino y democrático, Atenas repleta de luz fue nuestra.
Introducir la diosa sabiduría en la ciudad
fue un plan a gran escala. Formaron parte muchas y muchos, entre ellas Aspasia de Mileto, sin duda un referente, en cuyo círculo
estaba mi padre Fidias, o Pericles, que dicen era el gran amor de Aspasia y su confidente, y que fue el general al que se le
encargó la democracia en Atenas, y que
otorgó el voto a las mujeres y a los hombres sin fortuna. Nosotras no éramos
hijas de reyes ni aristócratas, no éramos hijas de Zeus, no veníamos de una estirpe divina y escatológica,
plagada de sangre y de dolorosos partos de leche cósmica, nosotras éramos la
prole de los comerciantes, artistas y constructores venidos de toda Grecia. Éramos las hijas del nuevo poder, y estábamos
dispuestas a tomarlo. Yo, Casandra, fui
educada para relatar nuestra historia.
El encargo de la grandiosa estatua de Atenea es la historia de mi padre. Él fue educado en el
círculo de Aspasia y Anaxágoras, aprendió música con Darión, que hacía sus propios instrumentos para ser
interpretados en la biblioteca del Ágora,
antiguo discípulo de Pitágoras, y como
él componía en pentagrama, con una caligrafía elegante, semejante al dibujo de
un templo de seis notas o seis columnas. Es ahí -cuenta Aspasia- donde Fidias
se enamoró de la arquitectura definitivamente, aplicó la precisa escala musical
para dibujar el templo de Hefesto y del Partenón, la música se transformó en dibujo, el equilibrio se
representó a gran escala. La armonía constituye la belleza del cuerpo, de la
misma manera que la sabiduría es la expresión más alta del alma. Los desnudos
de Fidias guardan armonía y sabiduría. No reciben el mensaje de nuestra
angustia y de nuestra ignorancia. Como Atenea
Partenos, como Niké
alada, como la Hidra de
bronce, esos cuerpos gloriosos fueron esculpidos para siempre, y Fidias les concedió una equilibrada permanencia: esa armonía
feliz y sabia con que se exhiben ante nuestra vida inquieta.
La mujer ateniense era una eterna menor,
que no poseía ni derechos jurídicos ni políticos. Toda su vida, debía
permanecer bajo la autoridad de un tutor: primero su padre, luego su marido, y
más tarde su hijo o un familiar cercano si era viuda. En la Polis, los cambios fueron haciéndose evidentes. El Ágora fue ganada para la discusión política, entramos las
mujeres por la vía Panatenaica
de la mano de Aspasia y Sócrates, tocadas con la diadema de laurel y vestidas con el
peplo blanco de seda, reclamando voz y voto. Nuestra ciudadanía fue expuesta
ante la asamblea y sus funcionarios, fuimos escuchadas e interpeladas y a final
aceptadas, nuestra victoria fue un triunfo de la razón y la libertad.
La resistencia eran los Aristós, herederos de un derecho arcaico, sustentado sobre
piedras sin tallar, piedras oscuras, que se confundían con el interior de las
cavernas, donde habitaban sus mitos escatológicos y aristocráticos. Su poder
era aún fuerte y sus decisiones solían provocar guerras. Por eso decidió Fidias cambiar la piedra, y escogió en monte Pentélico para sustentar nuevos templos de mármol blanco, los
edificios se abrieron en columnas y dobles columnas para dejar entrar la luz,
la escatológica historia de los reyes emparentados con Zeus, repleta de sangre, hierro y partos dolorosos se
derrumbó bajo una piedra blanca que miraba a las estrellas.
Por eso Fidias
decidió ocultar las espadas, el león o las serpientes de sus frisos y metopas.
Las dos yeguas blancas ya no tiraban de un carro, y las musas portaban
instrumentos de música en lugar de lanzas o escudos, la victoria Niké llevaba un pecho al aire y el resto del cuerpo bajo
unos paños mojados, la guerra oscura, hombruna y furiosa de los Aristós perdió sus motivos. El nuevo arte ganó la batalla
ante el poder antiguo. Los arquitectos, como mi padre o Calícrates, levantaron una ciudad libre y
democrática, Atenas renunció a los palacios de unos pocos, a
favor de majestuosos edificios de orden público: la Biblioteca de Parteno, el peristilo de Justicia, el Tholos de la Asamblea, la Stoa de Pecile o el templo de Afrodita
Urania.
La oposición de los Aristós no fue tan ingenua. Aún mantenían su poder en Macedonia y más allá del monte Parnaso,
en Tesalia. Se
aferraron a su religión antigua y veneraron, aún más si cabe, el oráculo de la
serpiente. Utilizaron la piedra roja y negra de las montañas de Castalia para construir su templo de Apolo. Engordaron a la serpiente para hacerla una pitón,
las más oscura y más grande pitón de todos los tiempos, que relataba el pasado
y el futuro leídos en unas hojas de plátano verde y viscoso. La pitonisa ebria de ojos color ceniza transmitía su mensaje
oculto sólo a los tocados por la historia, a los herederos de Zeus. En Delfos aún se
cantan los himnos píticos de Píndaro, el poeta
viajero, y sus laudos a los vencedores olímpicos, a deportistas de familias
aristócratas, poderosos tiranos que participaban en una de sus numerosas
competiciones privadas. Aún, en el estadio de Delfos y
Olimpia, soplan
las trompetas de hueso en honor a los ganadores de la competición atlética. Yo
sospecho, qué del mismo modo, que la fama de Ulises
sobrepasó sus aventuras gracias a Homero,
de dulce verso, la fama de Filipo rey de Macedonia, amaestrador de caballos, transcendió sus luchas y
conquistas, gracias a Píndaro, de
arcaico verso. La resistencia arcaica de los poetas oscuros publicó sus cantos
por toda Grecia, un ejército de ciegos vates diseminó las
batallas de Aquiles y Ulises por palacios y escuelas. En Esmirna, Argos o Corinto escuchaban a Calino
de Éfeso, en Maratón, Micenas o Tebas temblaron
con las historias de Arquíloco de Paros.
El himno, el laudo, la épica y la propaganda del hombre arcaico fue religión en
Grecia.
Nosotras teníamos a la poeta Safo, de afrodisíaco verso, y al círculo femenino de Lesbos: Adonía, Cleis o
Ismene de Quíos, que
compusieron unos cantos bellísimos, donde las mujeres eran las protagonistas.
Nuestras heroínas se acostaban con hombres y mujeres y bebían todos juntos,
jugaban en los jardines abiertos y en las plazas de las polis, cantaban
adivinanzas o danzaban bailes frenéticos en honor a la diosa blanca. Nuestras
poetas introdujeron la fiesta de las Panateneas
en Atenas, una
celebración llena de poesía y que contaba con la procesión de las dionisias
urbanas, que aún hoy congrega un gran número de participantes que recorren las
calles durante siete días en honor a Cibeles y
Dionisos. Pericles
levantó un teatro para nosotras. Los arcaicos tenían el Odeón de Heracles bajo los Propileos del Acrópolis y
nosotras tuvimos nuestro teatro de Dionisos
en la ladera sur, junto al Odeón de Pericles, donde
festejaban más de diez mil personas la vida y la poesía trágica.
Eurípides –decía mi padre– lo vio muy
pronto: hay que llenar los teatros con historias femeninas. Casandra, no lo olvides –enfatizaba mi padre durante mi
juventud– y escribe sobre nuestro tiempo. Junto al maestro dramático escribí en
pocos años la tragedia de Medea, de Electra y de Melanipa encadenada.
Compusimos para los teatros de toda Ática y
del Peloponeso obras con
música y danza, como Las troyanas, Las bacantes o Las cretenses. Yo escribí a
lado de Eurípides más de
mil noches, juntos compusimos Las asambleístas, Las suplicantes o Helena de Troya, pasamos buenos y cercanos años juntos,
nuestro amor no se separó nunca. A demás tuvimos a Sófocles y Esquilo de
nuestra parte, que escribieron las tragedias de
Antígona, Las dionisias y Edipo
Rey. La poesía arcaica aún se aprendía en la escuela
enseñada por los viejos profesores súbditos de reyes. Nosotras y los nuevos
trágicos conquistamos las plazas, el Ágora y
llenamos los teatros. Los cambios y nuestra libertad retórica fueron imparables.
Por el taller de mi padre, que estaba en
los jardines del monte Academos, junto a
la escuela de Platón, pasaron
numerosas amigas y amigos. Yo le vi respirar distraído, junto al arquitecto Hipodamo de Mileto, constructor del Puerto, o junto a Fedón,
amante del filósofo de La República,
mientras las modelos se enfundaban sus paños mojados, se recostaban en bancos
de madera y mantenían su postura de diosa contemplativa. Fidias dibujaba jóvenes estupendas, con sus melenas morenas
recogidas o con el pelo muy corto, y todas muy libres, como actrices del teatro
de Dionisos, que eran
las chicas que se le acercaban: veinteañeras estupendas que transitaban por
Atenas apurando la vida y participando en orgías. Jóvenes liberadas que
entraban y salían de su estudio. Fidias se
dedicaba a la representación de la mujer de una manera militante. La forma de
la mujer como motivo de vida. Treinta personas componían su equipo de
escultores, con la norma de un día es una escultura. Aspasia, Pericles o Sócrates contemplaron las metopas del Partenón antes de ser colocadas, e influyeron en ellas. Las
yeguas que coronan cada esquina del templo fueron esculpidas a mano por mi
propio padre. Poderosas y dinámicas, estas yeguas representaban para mi padre
la libertad de un tiempo eterno y femenino. Su obra te emociona –decía a menudo
Platón– es como un llamamiento que requiere una
contestación. Fidias había conseguido un sistema para pasar por la vida sin
sufrir: la escultura.
La gran entrada de los Propileos fue encargada a mi padre por Pericles. Durante años adaptó dibujos realizados durante sus
viajes a Creta y a Egipto,
dimensionó a escala humana los laberintos de la antigüedad y sus grandiosas
entradas. Esa majestuosa puerta con el peso descomunal de la piedra blanca
pentélica debía ser la entrada cósmica al Acrópolis.
El ciudadano que atravesara el umbral de los Propileos
debía sentir la música del mármol, como una composición abierta al cielo, debía
cambiar algo en el interior del visitante, algo debía latir en el interior de
su alma, que modificara su percepción y su estado de ánimo. Utilizó columnas
dóricas y jónicas para articular un hexástilo y unos vanos adintelados
dispuestos en orden decreciente. Salvó el acentuado desnivel de la entrada con
el desarrollo de un basamento escalonado de cinco alturas. Pintó estrellas de
nueve puntas en el techo, para representar la constelación de Libra. El aire que hoy recorre el pórtico en un circuito
complejo y medido, imita el sonido de una flauta doble inventada por Atenea. Esa fue la música precisa que buscaba mi padre, y que
consiste en la mesura, en el justo medio, en lo conveniente: la armonía de las
estrellas a escala humana.
Sentada en mi butaca favorita, frente a una acogedora
chimenea, donde crepitan unos cuantos troncos de leña, recuerdo a Fidias trabajar en la gran imagen crisoelefantina de Atenea. Rey es quién no tema nada, rey es aquel que no desea
nada –decía el viejo Diógenes. Yo no
quiero ser reina. Ni de vieja –ahora que escribo– me atrae la monarquía. Yo, Casandra, soy y seré hasta el día de mi muerte un canto de
temores y deseos republicanos. Atenea Partenos,
esa estatua colosal de oro y marfil, de veintiséis codos de alto, sostiene un
orden cósmico e igualitario, que llamamos la balanza de la Justicia. Diosa de
la sabiduría y protectora de la ciudad, contigo acabó la guerra. Vendrá otra
aún peor, pero nosotras aún lo ignoramos. Toda Atenas
es ahora una fiesta democrática. Yo me arrojé a los brazos de la literatura
dramática, y me parece ver ahora cómo Electra, Antígona o Medea sobrepasan
el protagonismo de mi pluma al final de la obra. No tengo más remedio que
anotar al margen de esta historia esta otra frase: mujeres fuertes y esclavos
inteligentes, ciudadanos de Atenas, esta es y será vuestra ciudad sabia, justa
y eterna.