El miércoles me invitó Claudia a su piscina poética: acudirían amigas/os, nada de mariditos, la puesta de sol era la hora, además estaría Paloma, y podríamos tomarnos unas copas bajo estos calores de mayo sobre el ático del edificio, donde residió Rafael Alberti unos ciertos años, en la calle de María de Molina.
Llegué puntual, minutos antes de la luz crepuscular, desde el ático se subía a la piscina por unas escaleras, era una fiesta un tanto ibicenca, todos iban de lino blanco, collar largo y sandalias de esparto, y yo con reloj digital, botas y vaquero negro. Paloma estaba bellísima, como salida de una lámina de Alphonse Mucha, con la luna y las estrellas enredadas en la cabeza y su vestido largo de lino crudo y una cinta de plata a la cadera y sus hombros desnudos y su cara de divinidad griega. Uno quiere casarse de penalti, por lo civil o por la iglesia, pero casarse con una mujer así, en una fiesta ligera y blanca o bajo la penumbra de una capilla, y tomar a esa mujer por esposa y no soltarla.
Paloma Guillén de Vega estaba con sus otras amigas, unos cuantos conocidos y Elías Deià, que me acercó una copa de Manhattan con hielo picado. Todo me recordó a esas veladas de Nueva York que contaba Gil de Biedma, donde se hacía poesía en grupo y se servía champagne y marihuana en bandejas de plata. Eso mismo comenté al grupo, pero me tembló la voz, creo que nadie entendió nada y Paloma me miró molesta.
Elías Deià era un poeta que se construía precipitando continuas escenas, pero llevaba tiempo fuera de las editoriales y sin publicar un solo poema: traer unas serie de rimas o medias tintas y cantarlas en reuniones o fiestas, para el deleite del personal, va formando parte de su teatro, y Elías llevaba tiempo dándole a la rapsodia, porque hacía tiempo que iba sin voz de tanto darse a la tinta blanca y la máscara de poeta o medio cara, que se le da tan bien y tanto usa. Se ha convertido en un poeta de piscina, donde se finge mejor no estar metidito del todo en el barro poético, casi sin ensuciarse puede uno tomarse el Manhattan, disparar cinco chistes en verso y citar a Ángel González o a José Hierro, que si han estado metiditos en el barro hasta las cejas poéticas y trabajaron más la hoja de papel o la tinta roja hecha de sangre y compromiso. No como Elías, que era un poeta flojo o sin constancia, y ha terminado siendo un poeta de miércoles noche, que es la noche tonta del futbol europeo, cuando los mariditos se bajan al pub para ver como el Real Madrid mete goles, y uno puede darse a la escena poética con sus esposas/amigas en lo alto de las piscinas al estilo griego, ibicenco o neoyorquino, aunque no haya publicado nada en años, para eso sirve la tinta blanca que sale de la saliva, la que se escribe con pulmón y humo y se publica al aire, pura poesía gaseosa con hielo picado, poesía floja de piscina, de comediante y cara dura.
A las doce apagaron las luces, tan sólo quedó encendida la piscina con sus luces azules color cloro, Elías había preparado una performance poética: dieron mecha a un artefacto de pólvora que explosionó a veinte metros de altura, se sucedieron fuegos de colores y una traca final que sujetaba en lo alto un verso hecho de ceniza y plata: ¿Cómo, amor, te llaman ciego si te engendras de mirar? El verso era de Tirso de Molina y se mantuvo bien firme en el cielo durante un largo instante, luego se desvaneció. Miré a mi derecha, vi a Paloma desaparecer con Elías escaleras abajo, el poema, el personaje y su musa se desvanecían. La noche seguía siendo ligera y blanca, pero a mí me pesaba el Manhattan en la mano, me pesaban mis vaqueros negros y el acertado verso de Tirso hecho de ceniza y plomo: ¿por qué tiemblas al hablar si te dan nombre de fuego?