El sábado cené con Melki Chichery y sus amigos: estaban los periodistas gráficos de la Agencia EFE, aventureros de guerra, fotógrafos publicitarios y artísticos. Nos sirvieron un estupendo rabo de buey, hablamos de todo y bebimos bien, hasta bien entrada la madrugada.
Jacobo Plaza, retratista de la escena rock, nos contó la historia del fotógrafo Paul Guillaume, que carecía de leyenda dorada, pero que dicen fue íntimo de Modigliani, cuando todos sus amigos habían dado de lado al artista italiano, y que Paul fue el único comprador de su obra, y estuvo junto al pintor en sus últimos días, en aquel frío enero parisién de 1920, y que caminó tras su féretro hasta el cementerio de Père-Lachaise. No le viene de ahí su fama sino de haber colaborado con la luz de su cámara en la obra de su amigo Modigliani, que dicen se basó en sus fotografías para pintar sus “Retratos de Amigos” y sus “Desnudos con Sombrero”, y que Guillaume compartía con Modigliani la misma pose de artista bohemio, y que soñaba con ser artista, como su amigo, pero que él no lo consiguió. Las ciudades viejas –añadía Jacobo– están llenas de artistas o pájaros sin fama ni historia.
Melki, tras esta historia, decidió retirarse: una amiga que estudiaba teatro y tenía una buhardilla en Los Jardines de las Vistillas, le había dejado las llaves para descansar en la parte vieja de la ciudad y disfrutar del Madrid antiguo, mientras ella estaba el fin de semana de viaje.
Un fotógrafo es, en nueve de cada diez casos, un loco que se salva de su propia locura proyectando sobre el mundo sus imágenes, elevándolas a categoría universal, pero Melki llevaba meses sin tirar una foto, sin actualizar una sola imagen en su blog o sin entregarse del todo a la mecánica de su cámara. Vivía una temporada un tanto ligera, fortuita o soñadora, como la de un ave inquieta.
Melki Chichery podrá despertar solo y nostálgico en Madrid o en una desordenada buhardilla, de descanso a ninguna parte, y calentar un café o encenderse un cigarrillo, tratando de buscar el centro de la ciudad vieja a través de los cristales recién amanecidos, y no descansar hasta enfocar la cúpula de la Almudena, de San Isidro o de la Paloma, y sentirse envuelto por Madrid, como en mitad de un círculo casi perfecto, donde todo gira alrededor de uno: las amigas, el arte, el despertar de la ciudad. Y seguir removiendo un café falto de azúcar y repleto de resaca, un café amargo como el desorden de las fotografías sin hacer, cuando uno anda aún medio dormido y ha olvidado cómo fue la noche y por donde avanza la mañana, y tan solo quiere enfocar la luz sobre los tejados, que es como la luz del objetivo, una luz bohemia de pájaro de oro y plata, un ave rara de ciudad que vuela medio en sueños a través de la mañana. Se apartará para que la luz combinada del vidrio y el sol dibujen esas pequeñas alas doradas a la ciudad, una ciudad con cara de niño viejo, se sorprenderá observando el brillo de la cúpula de San Francisco El Grande, aquella basílica que recogió los huesos de Quevedo, Garcilaso o Calderón, y que parece hecha de piedra filosofal, y recordará la historia contada por Jacobo Plaza, la historia del artista bohemio, medio ave, en la ciudad vieja y sin fama.
Quizá Melki despierte algo frustrado, porque vive más del proyecto fotográfico, que es el que lleva dentro, que del día a día, que es la amarga realidad. Pero Melki ha encontrado, en esta mañana repleta de resaca, la luz de la ciudad vieja recién amanecida, un Madrid antiguo y una luz inquieta, como un pájaro de oro y plata.