Ayer se deshizo el embrujo de aquellas noches de leonas por la
Coruña o de dragones por Bilbao, ayer Miguel Chamberí perdió cinco o seis acentos
y unas cuantas lenguas, y ya no besa y ya no habla con tanto atrevimiento o con
tanta fluidez, hoy sólo quiere alzarse y componer por las terrazas y áticos de
Madrid e integrarse en un largo poema escénico y aparcar tanto viaje y
centrarse en una sola musa y, a ser posible, escribir poco y bueno durante un
par de años.
No sabe muy
bien si su espíritu está de pie o arrodillado, si su poesía vaticina la
victoria o la derrota, si se mueve entre la esperanza o la desesperación. No lo
sabe aún y menos podría confesarlo. El
vio morir al último pirata del Manzanares y sintió su grito agónico que
anunciaba la muerte de la novela, pero aún quedan cosas por decir y –Miguel Chamberí se repite a sí mismo– está dispuesto a contarlas.
Corren
tiempos donde el poeta es un actor dramático sobre el escenario de sí mismo,
tiempos que también eran de Lope, de Calderón o de Quevedo y que, también,
pasaban sobre las mismas calles de la Capital, o por las páginas de Francisco Umbral,
de Carmen Martín Gaite o de Rafael Sánchez Ferlosio o por los tiempos más
actuales de Ray Loriga, de Almudena Grandes o de José Ángel Mañas.
Miguel
Chamberí tiene todos los deberes de un amante de la literatura, pero ninguno de
sus derechos, todo parece parte de una prueba, una apuesta o un ejercicio de
sólida, tensa y sincera entrega y dedicación. ¿Qué más da? Miguel Chamberí sabe
que tiene aún tiempo para sacarse esa novela de la generación de los ochenta y
que, a través de aquella poeta y amante de Umbral, que lo vivió todo y lo
sintió todo y lo padeció todo, puede recorrer las calles de Madrid y hundir sus
manos entre aquellos días y los de hoy, y hundirlas bien.