La inteligencia consiste en salir por un
agujerito en el momento que no hay salida, como la mosca encerrada en el tarro
de cristal de Wittgenstein. Pero
mi oficio o mi tarro de cristal son distintos: mi corazón sale disparado por la
boca de un cañón y cada noche se sucede el espectáculo. Soy el fantástico
hombre corazón bala. La inteligencia, en esta situación, podría ser más bien lo
contrario: dejar de huir del tarro de cristal.
Puedo
resumir la historia de mi vida en quinientas una detonaciones y, aún, me
sobrarían quinientas noches de explosiones y saltos al vacío. La última traca del
corazón siempre vuela más alto, da más luz y es la más bella de todas.
No
está bien que yo diga aquí el profundo dolor y la auténtica desesperación que
cada noche sufro. Eso queda para el espectáculo, para las lágrimas de la
princesa azul y para el aplauso del público. Pero si diré que tengo la
sensación de ir descalzo sobre las ascuas de un bosque incendiado, por eso
corro mucho y vuelo alto, quiero verlo todo desde arriba, romperme en mil
pedazos y brillar con una luz roja y azul.
Cuántos corazones más deben explotar
antes de disolverme en mil pedazos, cuántas noches se sucederá el espectáculo
antes de confesar verdadero amor, cuántas pólvora malgastada debe arder en el
cielo antes de parar. Los enamorados gustan de corazones sostenidos en
el aire, esta explosión, esta imagen, esta sucesión de fuegos de artificio
ciertas veces no es suficiente.
El tiempo para el fantástico hombre
corazón bala se esfuma. Ya es hora de abandonar los disfraces, dejar de huir
por el cañón y su única salida, de explotar en las alturas para ver las fronteras del amor y sonreír a las
fronteras del cielo. La noche es un manto de raso azul y basta ya de rasgar a
cada instante tan delicada imagen. A los verdaderos amantes les es imposible
decir que el amor es una ruina, que el
amor es una explosión sin más, que el amor es una serie repetida de fuegos de
artificio. El amor -si algo es- es un espectáculo sin fin.