Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


Teatro Rojo

                Necesitaba entrar en todos los teatros, en los teatros en venta, en alquiler o a medio cerrar de Madrid: el Teatro Martín, el Teatro Cómico, el Teatro Arniches, el Teatro Alfil o el Teatro Lara… más allá de comprarlos, alquilarlos o no, quería meter los pies en ellos, me interesa su historia, su vida, su legado. Esta tarde de miércoles venía de meter los pies en el Gran Teatro Salamanca. El taxi se atascaba por las calles. Julio Anguita echaba un discurso con formato de entrevista por la Sexta Radio, y era un discurso con un par, una lengua valiente, una ironía guerrera. El brujo de la tribu estaba enfadado y defendía una segunda república, desterrando IrracioNacionalismos, Austeridad y Monarquías. Yo iba con la cabeza pegada al respaldo del asiento delantero, el chófer y yo íbamos prestando atención. Por fin un taxista de izquierdas –comenté­– ¡Madrid está cambiando! –me dijo.

                
         
          El empresario me había recibido un par de horas antes en la calle Conde de Peñalver, acera de los pares, en un piso bajo interior, una casa de portería mal reformada en oficina, o sea, alquilada a la comunidad de vecinos  –me dije–  y además muy mal
iluminada, con muebles de oficina apañados y títulos comerciales, académicos o dios-sabe-qué en las paredes, casi todo falso e
improvisado. El empresario era un chico joven y sonriente –los jóvenes de la derechona sonríen más– vestido sport, con caballito bordado en el polo, pelo peinado hacia atrás y ademanes algo toscos, como de campo o de ganadería vacuna, que es lo que me empezó diciendo, que el Gran Teatro Salamanca fue comprado por su padre a su antiguo dueño a cambio de una parcela construida en Galapagar, donde antes su familia tenía una factoría ganadera, una lechería y treinta empleados sin sueldo, que su padre quería, ahora, vender el Gran Teatro a un drugstore inglés o a un grupo holandés, que las ofertas eran buenas y, total, quién necesita teatros en la era del Smart Tv, que ahora todo es futbol y Fórmula One, que lo ridículo era abrir teatros, ¿verdad?


                Desconecté un poco cuando me soltaba aquel rollo de su herencia y su patrimonio, Anguita, rojo máximo de España, no paraba de hablar por la radio, Madrid era un enjambre de asfalto y tráfico atascado, comprendí que la lucha estaba en su peor fase, pues lo decía la izquierda de toda la vida y lo que dice esta izquierda es el crujir de huesos del ciudadano normal.  Pero a Raulín, el joven empresario, le insistí, yo quería ver el Viejo Gran Teatro y estaba dispuesto a pagar por él lo mismo que Marks&Spencer o C&A o TuPutaMadre&Compañía  –esto último no comenté–  así que no tuvo más remedio y me lo enseñó. La locutora de radio preguntaba a Julio Anguita, así como preguntaba Iñaqui Gabilondo a Felipe González o Jiménez Losantos a Aznar, poniéndoselas a huevo, y el califa se salía, que de enlazar temas y explicarlos como un sabio profesor sabe y sabe bien.


              
             
         En aquel Teatro había grabado Joaquín Sabina su primer álbum en directo, y La Mandrágora representó durante años su espectáculo y el Gran Wyoming despuntó con su banda de jazz cómica con el maestro Reverendo.  En aquel Teatro, que ahora se mostraba con las paredes grises y los techos desconchados, se había representado La Casa de Bernarda Alba, Luces de Bohemia y Acorazado Potemkin, pero Raulín nada sabía de esto ni le importaba, lo suyo era más aparcar el Mercedes clase C en la puerta y sentirse dueño de un espacio grande y caro en el centro del barrio de niños bien, pijos, y de toda la vida, y sentirse poderoso, importante o triunfal, qué más da, todo lo que decía era pedante e insensible, Anguita desterraba el IrracioNalismo catalán, vasco o talibán y daba un golpe tremendo a las clases políticas y sus benefactores de la banca y poderes acomodados, y que para que todo cambiara todos nos teníamos que unir y trabajar, y trabajar mucho y con esfuerzo y muy atentos, que todo estaba a punto de suceder… hasta abrir un teatro  –le dije al taxista, que me miró extrañado, aún inmerso en el atasco de Madrid.