Estamos en Madrid, a las nueve de
la noche, un día con lluvia, tal vez diciembre de 1862, Gustavo Adolfo Bécquer
baja por la calle Carretas con los zapatos embarrados, se detiene ante una pâtisserie
recién inaugurada, el comercio es un gran espejo de mostradores blancos repletos
de dulces franceses, el poeta saca un poema de su raída levita y lee Pienso cual tú que una oda sólo es buena de
un billete del Banco al dorso escrita, y piensa en Julia Espín y en esos
salones de la Capital donde se reúne la burguesía madrileña a bailar y a
escuchar música y a cantar poemas de París, como aquel de Gérard de Nerval, donde
un poeta se detiene por el barrio Latino y la calle está embarrada, pero sus
escarpines brillan como un espejo, que es dónde el dandy se refleja y muestra
toda su luz y todo su dulzor, no como Gustavo, nuestro apreciado señor Bécquer,
que es la forma de nombrar al poeta que emplea la señorita Espín entre sus
amigos, en estos concurridos salones de baile, donde los poemas son pasteles
pagados de sí mismos, y todos ríen de nuestro apreciado señor Bécquer, ese poeta
sucio y un tanto amargo, que no comercia con poemas.
Sabemos cómo era Gustavo Adolfo a
través de sus amigos y a través del tiempo, que ha volado de Madrid y de esa
época financiada por el Marqués de Salamanca y urbanizada por Carlos María de
Castro, porque el tiempo en la Capital se construye a corto plazo, con las
prisas del día a día y con los intereses de toda una vida, y la vida de Bécquer
es de vuelo corto, y así lo cree González Bravo y todos los ministros liberales,
que la vida o la poesía son un Libro de los
gorriones que carece de interés, y uno pierde los libros y la salud, pero
nunca los amigos y menos si se llaman Augusto Ferrán y han ordenado todos tus
papeles, con el gusto natural de los amigos íntimos que se repiten por el tiempo,
como los himnos gigantes y extraños que celebran Luís Cernuda y otros amigos íntimos
del tiempo, como Lorca, que agradecen a Bécquer sacar la poesía del salón público
de baile y devolverla a la música íntima del libro, que es un tiempo que se
valora mucho más y no agota su tesoro, aunque malvivan sus protagonistas podrá no haber poetas… pero sus amigos saben
que habrá poesía y que se leerá en las
pupilas azules y en las lágrimas que no asoman cuando uno calla o no quiere
llorar, y en aquellas Cartas literarias a
una mujer que son golondrinas que siempre vuelven.
Hoy es diecisiete de diciembre de
1870 y el poeta ha vuelto a caer embarrado por la calle Carretas, lo siente Juan
Valera, lo siente Julio Nombela y lo siente Espronceda, es la imagen de ese poeta
unido al amor, al tiempo y la derrota, y que todos leemos en La Soledad de Bécquer, pero no parece que le
importe al poeta la falta de protagonismo, sentirse un desconocido es cuestión
de estilo, y la música íntima es un combate, donde el poeta es un detective anónimo
en apuros, que es un poco el spleen de Baudelaire, ese dandy que cantaba Gérard
de Nerval, con guantes verdes y melena teñida de azul, y que no era del todo
cierto que no manchara con barro sus escarpines, y menos cuando paseaba pegado a
su mulata, pero Julia Espín no tiene duende ni es mulata ni es gitana, y ella sí
que baja la calle Carretas para comprar sus pasteles sin ensuciarse los tacones,
y el poeta acaba de medio morir en esa misma calle y terminarán sin remedio sus días un veintidós
de diciembre en la calle Claudio Cuello, como un gran eclipse total de Sol en pleno
Barrio Salamanca, y sus amigos publicarán las Rimas, con ese gusto universal e íntimo que tienen los himnos
gigantes y extraños que se leen a solas, y el Banco de España imprimirá mil millones de veces la imagen romántica del poeta, que se mantiene intacta después de tanto comercio de barro y lluvia, y que vale más que todas las
odas escritas al dorso de un billete, cuando aún nadie canta por los salones
de Madrid: ¿qué es poesía? –recuerdas–
¿y tú me lo preguntas?