La intimidad es también, en la vida del
artista, un gran tema y un asunto solemne. Ayer me encontré a Trueba en el
barrio de Ventas, iba camino de Arturo Soria, llevaba una Guía del Ocio bajo el
brazo. Nos miramos de lejos y me sostuvo la mirada como le sostienen los
amos a sus perros, pude verle muy de cerca. El ojo de Trueba no es de Trueba
sino de Buñuel, de Kubrick o de Jean Paul Sartre –que no era cineasta– como lo
fue John Ford o Buster Keaton, pero sí que habitan el ojo de Trueba.
A Trueba el ojo se le va a la derecha,
pero todos vemos que se pierde por la izquierda, donde la luz emite sus ondas gamma ultravioletas,
más allá de las lunas de Orión o las puertas de Candeal o los túneles del tren de Sóller, una
frecuencia visual que se emite mientras los cuerpos celestes aguanten la
llegada de la tercera República.
Trueba no se quedó bizco de un soplido, ni
por compartir lentillas. Trueba se quedó bizco de mirar las estrellas, en un país
color ocre años cincuenta o años sesenta, donde se vivía mejor con los ojos
cerrados, y sin hablar mucho de ciertos temas y de otros menos o nada, que para hacer
cuatro duros es mejor callarse, y para llenar las salas es mejor
mirar para otro lado, y da igual si los duros son euros o dólares.