Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


El ojo de Trueba


La intimidad es también, en la vida del artista, un gran tema y un asunto solemne. Ayer me encontré a Trueba en el barrio de Ventas, iba camino de Arturo Soria, llevaba una Guía del Ocio bajo el brazo. Nos miramos de lejos y me sostuvo la mirada como le sostienen los amos a sus perros, pude verle muy de cerca. El ojo de Trueba no es de Trueba sino de Buñuel, de Kubrick o de Jean Paul Sartre –que no era cineasta– como lo fue John Ford o Buster Keaton, pero sí que habitan el ojo de Trueba.
 

A Trueba el ojo se le va a la derecha, pero todos vemos que se pierde por la izquierda, donde la luz emite sus ondas gamma ultravioletas, más allá de las lunas de Orión o las puertas de Candeal o los túneles del tren de Sóller, una frecuencia visual que se emite mientras los cuerpos celestes aguanten la llegada de la tercera República.
 
Trueba no se quedó bizco de un soplido, ni por compartir lentillas. Trueba se quedó bizco de mirar las estrellas, en un país color ocre años cincuenta o años sesenta, donde se vivía mejor con los ojos cerrados, y sin hablar mucho de ciertos temas y de otros menos o nada, que para hacer cuatro duros es mejor callarse, y para llenar las salas es mejor mirar para otro lado, y da igual si los duros son euros o dólares.
 
Cierto embrujo de Shanghai o de Ópera o de Cuatro Caminos se mira mejor de cerca. En el ojo de Trueba pude ver un diccionario de cine, otro de jazz latino y unas cuantas lágrimas negras. Dentro de su ojo había un piano cubano afinado en un apartamento de Nueva York, y las llaves las tenía Billy Willder o Jack Lemmon o Bebo Valdés, y una dulce jazz suite volaba por las ventanas, como agitadas alas de mariposa y cruzaba lentamente Central Park, camino de la Calle 54.
 
El cine no vive para que los críticos se examinen, no sufre los nervios amarillos de las oposiciones a interventor de Cultura, existe al margen de la voluntad de los políticos, brilla lejos del insulto de las redes sociales o de las reseñas del Magazine dominical. El cine tiene que ver con la vida, con el deseo eléctrico del espectador, con las conversaciones de mesa en los bares o de sofá en el ambigú. Las lámparas de estudio, los políticos, twitter, los magazines dominicales o ciertos blogs ayudan.
 
Aquí se muestra tu vida, ése es el lema áureo del Cine Clásico. Aquí está el pasado que no tuviste, los fantasmas que no te atreves a reconocer, las imágenes que has soñado mil veces, la frontera de tus ilusiones por cumplir o aquellas aún más dolorosas, las ilusiones no cumplidas … aquí se visiona tu vida.
 
El cine clásico revisita tus sentimientos, participa de nuestras vidas. Ser clásico no es hundirse en la arqueología de la filmoteca, sobrevivir en un prestigio oscuro y desalmado. Un cineasta clásico y posibilista de cualquier tiempo, como Trueba, Almodóvar o Amenábar mira a los ojos del espectador y le dice: aquí se habla de ti, aquí se proyecta tu vida.
 
Nadie sabe dónde mira el ojo de Trueba, ni si mira a Woody Allen o a François Truffaut o a Federico Fellini o a Luís García Berlanga. Todos tienen un humor vítreo, refractario, un ojo a la virulé, que les mantiene a distancia de maltratadores de animales, asesinos, toreros, gritadoras folklóricas, ambiguas de alma y carne, adictos al tatuaje, al deporte con webcam, o a distancia de agentes de bolsa, chicharro y bluff.
 
En el ojo de Trueba yo pude ver la buena vida del artista y la modelo, que es mejor que cualquier plan de vacaciones que te puedas montar, y que chispea como el champagne de la Belle Époque, y se bebe a sorbitos cortos e intensos junto a  Ariadna Gil, Maribel Verdú o Penélope Cruz, un champagne glorioso para artistas, poetas y reinas de España, que descorcha siempre Rafael Azcona a modo de apertura sinfónica o disparo inaugural en las olimpiadas de la farra inspiradora.
 
No sé muy bien que pudo ver Trueba dentro de mi ojo, quizá el sueño del mono loco, la obsesión matemática de los hermanos Sánchez Ferlosio, una máquina de escribir que heredé de Juan Marsé o de Vázquez Montalbán, no me atreví a preguntarle, quizá mañana con su permiso, me atreva a interrogarle.


Pero me fijé y vi en su ojo a Iñigo Montoya vengando la muerte de su padre, con la espada blandida de todos los que tuvimos una princesa prometida. Ciertas escenas de película saltan de ojo en ojo y se proyectan en la retina colectiva, y ahí se graban y nos acompañan cuando bajamos a comprar pan, salimos de la oficina o nos cambiamos de zapatos o hacemos el amor.
 
Con los bizcos hay que tener mucho cuidado porque suelen ser buenos ladrones y en el ojo de Trueba pude ver yo una ganzúa afiladísima para abrir puertas y colarse en las casas de los barrios, en especial por los 4º B ó 3º A, que es dónde ocurren las cosas de verdad y la vida pesa con su milagro cómico de ladrillo amargo. Trueba es un espía de pupilas dilatadas que ve en la oscuridad más que los búhos, y nos observa cuando nos depilamos con pinzas el bigote, escribimos poemas de amor en los espejos –sí, aún hay gente que escribe poemas de amor, lo ridículo es no haber escrito un poema de amor nunca– o cuando repetimos los chistes que hemos aprendido con los amigos. Trueba es un ladrón de chistes que roba en las chaquetas grises de oficina y en las verdes de los bares, y cuando no encuentra un buen chiste baja al Metro y roba en las chaquetas azules de los maquinistas.


 
Espero que el ojo de Trueba que se parece al de Fernando Savater –pero poco– y un poco más al de Noam Chomsky o al de Jesús Mosterín o al de Eugenio Trías, me tenga en sus pensamientos.


La intimidad hay que inventarla a partir de cuatro datos reales que nos da la vida. Sólo escribiendo las cosas se entera uno de lo que piensa sobre ellas, cuánto de íntimo se sienten, cuánto de íntimo palpitan…


Y yo a Trueba, a los hermanos Trueba, los intimo hasta en la sopa.