Francisquito es una puta esquinera de las letras: colabora con el diario más carca de Mallorca, escribe para cualquier editorial que le publique y pelotea a cualquier enterado de revista regional, elevándolo a la altura platónica del intelecto.
Nunca ha tenido sensibilidad culinaria alguna: mezcla con indiferencia una gaseosa con buen vino, las pastas del té con queso, el chorizo con un whisky de quince años, el vaso de tubo alto para el gintónic.
En septiembre me lo encontré por las Ramblas Duques de Palma, venía con su novia Mercedes, que tenía un padre que fue boxeador, campeón de algo, me enseñaron una fotografía cerrando la guardia, era una desvaída imagen, luego me dieron una tarjeta donde decía que Mercedes era agente comercial, vendedora de paquetes vacacionales para la tercera edad germana. Francisquito hizo una especie de amago de lanzarme un gancho o un crochet de izquierda cuando hablaban de boxeo, pero terminó diciendo a Mercedes que yo era un tipo muy enrollado, estupendo, divertido y enérgico, pero que la gente se confundía y pensaba que era gilipollas. Me sorprendió despistado el golpe bajo.