Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


Ridículum Vitae

         Lo primero que encuentra un ridículo en la ciudad son los muelles de Bilbao La Vieja. Me paré en los bajos de Martzana, frente al antiguo mercado de La Ribera, a tomar un vino de poeta mientras sacaba mis papeles, encendía un cigarrillo y veía a los peces saltar en la ría. Yo estaba componiendo un poema erótico con estructura teatral. Cuando lo leí lo tiré directamente a la ría. Era lo único teatral que había escrito en vida. Los peces me lo agradecieron mucho.
        
         Zuriñe puso cortinas de limón y granadina para que la vecina de enfrente no viera que estoy terriblemente sólo, aislado, perdido en la ciudad como un pañuelo azul caído en Semana Grande. Armó lámparas, velas aromáticas, espejos y ordenó las sábanas. Por ahora —dijo— tu pisito alquilado va tomando forma, pero hay que hacer más. Luego cogió un vuelo nocturno y salió de la ciudad. Todos los amores de un hombre son mentira, si no tiene además una amante de verdad por la que se juega la vida todos los días.
      ¿Cuántas cortinas han de caer, cuántas velas larguísimas apagarse, cuántos espejos y sábanas rajadas son necesarias para que vuelva?


          Su oficio de sumiller, crítica, escritora, educadora o consultora en vinos requería de mucho viaje. Ayer me llamó desde el Hotel Baía de Palma diciendo que aún sufrimos de riojitis y riberitis y que el ossobuco alla milanese se puede regar deliciosamente con un Syrah mallorquín. Mañana —confirmó— estaré en Binissalem participando en una degustación horizontal y ciega, que es algo así como beberse los vinos de la zona, elegir a los más ricos y escupirles un poema retro-nasal para apreciar su bouquet. El aroma terciario es lo que tiene —puntualizó—, al sabor de la tierra más profunda le va bien la lírica algo ridícula. Lo de la lírica iba por mí, pero no me quedó muy claro el tono.
         Salí con los compañeros de trabajo a ver la final de futbol mundial en el Hotel Indautxu. Estaba muy animado, todos en el gran salón estábamos muy animados. Creo que me tomé unos nueve vodkas con zumo. Cuando alzaron la copa mundial, sobre la alfombra naranja del hotel volqué mi borrachera. Tenía la sensación de haberlo echado todo y haberlo echado bien hasta saltarme las gafas, pero quizá por mi miopía, mi borrachera o por la alfombra naranja no veía ni papa de los restos estomacales que acababa de quitarme. Mi jefe terriblemente educado me llevó a la puerta de salida como si acompañase a un decrépito Lord al jardín. Me abracé a una farola mientras me convencía para acompañarme a casa, subirme al piso y meterme en la cama a dormir la tajada. Total mañana —dijo— no hay que trabajar, no todos los días somos campeones del mundo, hay que celebrarlo.


         Haber empezado este trabajo nuevo en esta ciudad nueva me ilusiona mucho. Zuriñe nació aquí, y aunque todavía vive en Mallorca estamos planeando reunirnos y vivir juntos. Dejar Palma y trabajar en la oficina central de la compañía eléctrica es un gran cambio para mi literatura. Aquí el departamento financiero es mucho más ágil, se trabaja menos y se cobra más. Por la tardes bajo a tomar café y chupito a la Gran Vía, que mezcla un poco de todo: ascensores llenos de trajes oscuros y ordenadores portátiles, matemáticos apurando el quinto decimal, ejecutivos abducidos acodados en un Pub estilo Dublín que piensan que todo es mercado, caballeros al estilo dandy Cortefiel, dependientas ultradelgadas de Mango… hay veces que me parece percibir matemáticamente cómo empiezan a combinarse entre sí esos cien discursos, y sus silencios, hasta acabar formando un logaritmo indecible que sería sin duda una plegaria… ¡ay… si yo pudiera dejar de trabajar mañana!

 
         Viene —me indica por email— el jueves, porque es una semana muerta de verano y podrá descansar de los taninos, la glicerina y la astringencia de los vinos de Binissalem escuchando mi delicada poesía oral. La semana muerta es la que llevo yo sin escribir una línea. No tengo tanto talento para acuñar una bella frase que reluzca crepuscular, como las placas de titanio del Guggenheim o como un Chardonnay a la luz de las velas. Volcar todo el amor que me sale de dentro en unas líneas, es como meter el mar en un hoyo cavado por un niño que diría San Agustín. Deseo que llegue la madrugada, acodarme en la cama y declamar una extensa prosa poética con la que acariciarla toda la noche, tan elocuente y armónica que le permita profundamente dormir.


         Llegué temprano al aeropuerto, pero los retrasos en los vuelos son algo así como las precipitaciones en Bizkaia: raro es el día que no llueve. Para matar el tiempo leí tranquilamente el periódico. Las Agencias de Rating, los Bancos, los Fondos de Inversión han desestimado una iniciativa popular que pretendía cambiar el color de los billetes Bin Laden (500€), para que se obligara a los portadores de los mismos al cambio en los Bancos Nacionales Europeos y adquirir los nuevos recién pintados.  La iniciativa calculaba que saldrían a flote cientos de millones de euros no declarados al fisco. Las agencias no explicaban su negativa a tal medida, pero señalaban que lo importante en estos tiempos de crisis era la productividad y que la pobreza era algo así como el castigo que la ineficacia merece. Zuriñe aterrizó por fin. Traía dos maletas enormes con cosas que iba a dejar en mi casa, en nuestra casa, y me indicó que me notaba más serio. Yo le dije que me encontraba muy animado, que no es lo contrario de serio sino de aburrido. Se puede ser animado o divertido y serio a la vez.
       Era una mala respuesta, rápida, pero mala. Los cínicos parecen o parecemos divertidos, porque sacar de quicio la vida puede animar y, además, ocultar lo muy aburrido y serio de nuestro día a día.

         Nos dimos una vuelta por el barrio y se puso a llover. Los adolescentes se refugiaban del aguacero en La Alhóndiga. En sus bajos, entre las columnas de luz y cerámica, se besaban, se magreaban y emulaban el coito. Se nos ocurrió la feliz idea de imitarlos cuando un empleado de seguridad examinó el espacio y nos llamó la atención. Este antiguo almacén de vinos tiene, ahora, un aire elegante y excéntrico: se puede adelgazar de martes a sábado el michelín Joseh Pilates, presenciar cuartetos de cuerda, ir al cine, bucear por el techo de la piscina o alumbrarse bajo un sol rojo de elecedé. Todos hemos de tener un gusto ligeramente excéntrico para tener buen gusto  —dije al empleado—, pero su cara de chiste era dura, como de palo, de un humor policial. Nada ridícula. Zuriñe tiró de mí y escapamos a casa.
       Esas noches podíamos hacer el amor por el oído, por los ojos o por el ombligo, pero preferimos acercarnos más en el sofá hasta hacernos siameses.
       El amor es como se cuenta, el amor es como se hace, el amor es —como supongo ustedes saben— una ley de piedra y fuego enroscada en un nudo corredizo con forma de ADN.


         El sábado fuimos al Café Teatro Katxalote (aunque no tenían cafetera y tuve que tomarme whisky con Reed Bull para no dormirme) a ver el espectáculo de un amigo suyo que imitaba los monólogos de Miguel Gila. Más bien lo copiaba en todo: iba vestido de soldado con casco, hablaba por un teléfono de concha negra y repetía los mismos chistes sin saltarse una coma, un carraspeo ni una mueca. Raúl, El Regila, que tiene idéntica cara de taxista que el humorista madrileño, se sentó con nosotros después de la actuación, encantado —dijo afectadamente— de vernos de nuevo, y lo lindas que te muestras Surita mía con tu vestido azul. Yo no le había visto en vida, los teatros que frecuento son más serios y los chistes ya me los hago yo. El resto de la noche me ignoró, hablaba sólo con Zuriñe, sacándole como un italiano jugo a la “Surita” y al azul. Solo, allí sentado mudo, inmóvil y recto, me sentí como aquellos esclavos de la antigua Roma que observaban de cerca a sus señores beber, tomar uvas y reírlo todo.


         Zuriñe lleva casi una semana aquí y día tras día aumenta la hucha de nuestras pequeñas complicidades, hacemos de los pequeños futuros algo en común: traslada la ropa de invierno a mi armario, elige un curso en la Cámara de Comercio, le contamos a toda nuestra familia que nos queremos (no sabía que tuviera tantas tías y tantos primos en Bizkaia), pero a parte de ese futuro cada vez más unido (como dos ríos que convergen en una ría) siento como sacude mi pasado: mi infancia se reescribe cuando le enseño mis fotos, mi alocada juventud se abraza a una ilusión serena y a esta edad madura, que me acompaña, se le abre todo el futuro por delante, como a un bebé recién nacido.
        Pero a veces la fastidio, me levanto girado y pierdo los papeles. Los malos escritores no son malos escritores sino delincuentes —como apuntaba W.H. Auden—, se convierten en delincuentes al saber que escriben mal.
         No sé como vino, pero siempre viene de antes. Supongo que desbordó con mi comentario sobre Regila, que hablaba así como habla Mariano Rajoy: un consumado especialista en obviedades de poco calado. Después todo empeoró muy rápido, terminé diciendo que si no era culta, inquieta, afín a mi sensibilidad era mejor que no viviéramos juntos. Lo de la sensibilidad fastidia bastante, atribuírsela en exclusiva es un poco juego sucio o de cobardes. En esas tardes, cuando me abandono y ella se abandona, la vida es tan breve y tan compleja en un minuto que se mide por unidades de amor, tan distintas y refractarias que se olvidan en lo confuso.

 

         La acerqué esta mañana al aeropuerto medio mudo y medio lelo. El amor, ese sentimiento informal, empieza a ser lo más importante de mí día a día y no me doy ni cuenta. La abrazaré esta noche bien apretadito a la almohada, como un cobarde. La tinta blanca, los heterónimos, el disfraz de oficinista o poeta, que se me da tan mal y tanto uso, me pierden por la boca, en un no-saber-escuchar, en una estupenda borrachera pagado de mi mismo. Creo que voy cerrando bares por la Ciudad Vieja y lo vomito todo por los hoteles y me abrazo a una farola y la ciudad me niega sus favores, que más bien no me tiene entre sus forasteros predilectos. Los aeropuertos, los hoteles, las oficinas están llenas de poetas cobardes. Esta noche violaré la almohada con versos interminables y buscaré un mechero para quemarme las venas y quemar estas cartas emborronadas con tanta tinta suelta.

 

         Existen ciudadanos que carecen de lavabos, toilettes o simples letrinas. Y no todos viven en países empobrecidos o en la aldea profunda. Cuando las autoridades hablan de “enfermedades relacionadas con el agua”, expresan un eufemismo: en realidad son personas que viven en nuestra ciudad y sus enfermedades relacionadas con nuestra mierda.
         Un muchacho mea hacia la izquierda, por la derecha viene un obrero, el viento azota los calzoncillos, las bragas, las medias tendidas y las desprendidas, que flotan por la calle San Francisco hablando en árabe, senegalés, angoleño, en un dialecto africano realmente extraño. Me pierdo largamente por las calles. La ciudad está llena de vida, aunque es fácil imaginarla en blanco y negro, como los documentales de hace años. Un chico le saca la aguja lentísima a otro y se prepara con la misma un pico. Entre las columnas fangosas del muelle la ría se detiene, como un círculo dantesco en el averno. Este Bilbao es otro, el que no alcanza a ver el visitante, del que no hablan las guías turísticas, la trastienda sucia de la sociedad del bienestar, la parte marrón del galardón Lee Kuan Yew World City Prize.
        Más allá continúa la ciudad con sus senderos de asfalto y apartamentos en madera noble, todo ligeramente egoísta y caduco. Los pisos de la plaza Bombero Etxaniz han quedado algo antiguo, han perdido su exquisita elegancia burguesa con tanto machupichu viviendo ahora de alquiler. A la anciana muy bilbaína del sexto le huelen los bajos, si me permites esta grosería, o incluso cuando no me lo permitas —escribo a Zuriñe—, que el que la sufre soy yo en el ascensor.


         Mi jefe, Andoni, insistió para enseñarme el ambiente de los Cafés Teatro. Apenas sales los fines de semana —dijo—, todo el día pensando en la novia y así no rindes bien luego en la oficina. Hizo una llamada a su mujer, dio las buenas noches a sus dos hijas por teléfono e indicó que llegaría a la hora de costumbre. En el Café Farándula nos paramos a echar dos vinos. Tienen un pequeño rincón de actor con un piano al fondo sobre un escenario y luces de candilejas. Nos fuimos al Kafe Antzokia, donde se puede cenar bien atendido y sentado. Estaban representando una obra alemana “La ópera de los tres centavos” ambientada en Londres e interpretada en euskera. Algunos espectadores encontraban consuelo en la obra de Bertolt Brecht, otros en la merluza en salsa verde. El propio Bertolt Brecht hubiera preferido la merluza.
         La siguiente representación empezaba a la una en el Badulake y un amigo de Andoni actuaba. Había un ambiente divertido, incluso en el lavabo, donde había una bañera estilo Art decó y dos señores bañándose con gel y esponja y frotándose bien. Gennie, el amigo, comenzó la actuación vestido de Isabel II y la terminó como Esther Williams, pero sin bañador, sólo con la corona platino sobre la cabeza, nadando de espaldas sobre unas olas de papel celofán color champagne. Para hacernos un buen gintónic y quitarnos estos calores, nos vamos con Gennie —dijo Andoni—  al Teatro Óbalo. En este local (Teatro ponía en la placa) unos focos iluminan una pasarela y montan el espectáculo unas señoritas ligeras de todo agarraditas a una barra americana.  A mi jefe le saludaban muchas señoritas, se decían cosas al oído y se ponían a reír mirándonos a Gennie y a mi. Entre los demás clientes del local me pareció ver a Regila, el no me vio,  me apuré el gintónic (no soporto el Gordons) y me escapé para casa. 
        
         Nadie marca el número de mi  casa: 944 219… Me decidí a llamarla, después de su regreso a Mallorca no habíamos hablado y habían pasado tres, cuatro, más bien quince días. La conversación transcurrió en un tono muy llevadero. Me indicó que en la vida hay que hacer un poco de todo, y respiró tras el auricular. Creo que sintió o sentimos vértigo, como si el amor tuviera un desagüe por donde se escurriera la vida.  “…de todo” es una frase habitual usada para aconsejar a ciertas amigas que se quejan que sus novios les limitan. Les limitan para salir por aquí o por allá, ir con unos o con otros, ponerse aquella falda o aquel vestido azul de flores taiwanesas tan apropiado para un enlace y que se puso el día que quedó con Regila.
       Ciertas amigas suyas se ve que no cocinan, no escriben poemas o construyen molinos de viento. Con un poco de aceite, ajo y harina, quizá una guindilla, y dejando hervir breve dos buenos lomos desalados se consigue un estupendo bacalao al pil-pil. Como le eches un poco de todo las pifias. Un claro poeta sabe bien que lo que “no entra” es tan importante, como lo que “entra”, en un bello poema. Y al molino de viento aire lo justo, que cuando sopla huracán es mejor tenerlo anclado, si no las aspas rompen el cilindro motor.
        La mayoría de esas consejeras cercanas no han llevado una vida licenciosa, liberada o simplemente divertida. Acumulan desengaños amorosos, alguna bajo su prolongado matrimonio, otras durante toda la noche, ¿qué más da? El término amor es convulso porque es demasiado caliente, y jamás hay amor cuando hablamos de palabras o gramática, porque aquí lo que cuenta es la técnica. El consejo sentimental es, algunas veces, tan solo una aventura, una distracción o una batería de preguntas para el miércoles tarde o la entre fiesta del sábado. Las amigas/os pecamos, ciertos momentos, de lingüistas o de inexpertos y lo que menos hacemos —podríamos preguntarnos— es un poco de todo y sí cogernos una cogorza, de palabras o de ron-cola, un par de veces por semana, y decir que hay que hacer de todo, para seguir haciendo de nada.



         El siglo XX concluyó con una victoria del capitalismo tan contundente como la de Cortés en Yucatán. Ligar la vida con la literatura o ligarla con cualquier esfuerzo no remunerado parece ridículo. El Che Guevara seguía leyendo en plena jungla boliviana, mientras empuñaba las armas, ya con escasas esperanzas de triunfar con la revolución, y más bien huyendo de sus implacables perseguidores. Leía a Jack London, autor al que admiraba mucho, y en la última carta que le escribió a sus padres cita el Quijote: “otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.” A esos románticos vestidos de color kaki (una palabra al parecer de origen indonesio) se los has tragado el mundo.
       En la oficina yo no tengo tanta posibilidad de ser el Che Guevara ni de ir vestido con guerrera. Aunque me quedan algunos años y la posibilidad intacta de ser lo contrario: un escéptico, un cínico o un ridículo. Lo importante en el hombre es quién es a partir de los cuarenta años, y yo estaba a punto de llegar.


             Zuriñe me llamó bien temprano desde Madrid. Acababa de aterrizar. Los de La Bodega querían que presentara una nueva crianza en el Hotel Puerta de América. Trabajaría por la mañana y subiría a Bilbao por la tarde.
        Yo había pasado una noche mala bebiendo de bar en bar y buscando personajes para mi nuevo relato: un poeta filtrando té con ron, un administrador en las cataratas de Iberdrola, que volvió de Venezuela con dos millones, casado y con un niño más bien tirando a negro tizón, aparejadores, técnicos de técnicos en la obra social de San Forrarse, un compañero de escuela bien capullo que no supo aprobar dictado ni ecuaciones de segundo grado ni oraciones subordinadas y ha pegado el pelotazo levantando apartamentos en Sopelana, nietas de Sabino Arana o de los Epalza muy bien peinadas y muy mal folladas, un zamorano con relojería en la calle Ercilla, una guapa como una actriz que no paraba de fumar y romperse los tacones, un abertzale de biblioteca que no cesaba de exaltar las raíces yéndose por las ramas, un organizador de eventos, saraos y fiestas varias, un camello gallego soplón de los Ertzaintza…
       Esta mañana que estaba tan borracho como un quiromántico, como un oso comenzando el invierno asturiano, colgué la llamada, me hice un café y me puse a escribir estas líneas con resaca, porque los orines de la resaca son más claros y nutren más que todos los yogures caducados del planeta. Los verdaderamente ridículos son los que nunca escriben cartas de amor, o los que acumulan en el frigorífico alimentos que más tarde van a la basura.


         Llegó a las seis de la tarde. La carretera cada día va mejor y sobre todo cuando uno pasa Burgos y enfila Miranda. El peaje es lo que tiene: la mezcla de asfaltos son más serias, las curvas más abiertas y las señalizaciones, entradas y salidas o los arcenes se parecen más a lo que indica el libro teórico de examen, el mamotreto aquél que odian los poetas como el peor de los libros posibles. Venía en un automóvil coupé alquilado, una joya de la ingeniería italiana, un Chincuechento. El virus del siglo XX fue una perla de la sabiduría capitalista “Time is money”, que no quiere decir que “a más tiempo más dinero” sino justo lo contrario, más o menos “get to the point”, “al grano”. Nos fuimos con el bólido a cenar al puerto.
        En los astilleros de Santurce una mujer bien tatuada pedía algo de entrante, preferiblemente angulas a la cazuela. De segundo el bacalao al pilpil o a la vizcaína, que es una aportación tardía a la cocina vasca (poscolombina) por aquello del tomate y la guindilla, lo pedía su pareja, un marxista que vestía de manera atildada: americana, corbata y pantalones oscuros, camisa clara y un pañuelo rojo en el bolsillo del corazón, y al que acusaban de todo: propagar el virus de la gripe porcina, portar estupefacientes, contaminar ríos o playas, ser portador de caries malolientes, aunque nunca había degollado, desollado y luego comido niños de corta edad. Bebieron un gran vino —según Zuriñe, Ánima Negra, mallorquín— y reposaron la comida con aguardiente de orujo al café. Tenían una buena conversación, hablaban de arte y literatura, se interrumpían graciosamente para potenciar con un chiste la historia del otro, se reían y no paraban de hablar.
      Observándoles tuve la impresión de estar frente a nosotros mismos. Seguramente se levantarían de la mesa una vez acabada la botella de orujo o se la llevarían a casa, allí seguirían bebiendo, volverían a reírse y se dirían palabras obscenas y cargadas de sexo, follarían durante horas y rendidos tendrían un sueño profundo, dulce y ebrio. Me pregunto si somos esa pareja que sabe disfrutar de una cena, un buen vino y follarse a gusto, y no hartos con eso siguen riendo, contándose historias sin parar.
        
         El sábado me levanté con la sensación de deberle un poema a mi pareja, un poema largo y bueno. Uno lleva su doble vida —la externa del trabajo y las finanzas, y la interna de farra y poesía— y no piensa nunca abandonar la vida que trabaja y juega. Pero el día a día, o más bien la noche tras noche, me lleva a escribir historias que nada tienen que ver con el amor. No escribo para saber quién tiene las circunstancias más ridículas sino para mostrar mi corazón de pulpa y cuarzo, o quizá escriba por aquello de no anclarme en el silencio poético. Amar a Zuriñe o amar Bilbao sin comprender el mundo o la ciudad vieja que nos rodea, no tiene futuro.
       Debo reconocer —hablo ahora con mi sombra— unas horas solitarias y no exentas de tedio. Quizá yo mismo, a veces, soy el triste que fuma, escribe escenas y reparte besos a la almohada para no sentirse solo.
       Zuriñe me sorprendió en el desayuno hablando del matrimonio. De manera muy genérica, pero del matrimonio, incluso se imaginó vestida para aquel día. El amor se pierde en aquellas establecidas palabras católicas del compromiso —pensé— en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Como si sólo en aquellos extremos fuera posible el amor. Aceptáis —me gustaría escuchar— que vuestro amor atraviese el infierno de la normalidad, aceptáis que no pase nada el lunes ni el martes ni el domingo hasta el fin de los tiempos.


         Fuimos a la inmobiliaria. Nos atendían por la tarde como favor especial para enseñarnos los planos y firmar un contrato de arras que valía docemil euros. Teníamos una prisa enorme porque teníamos entradas para ver a Jorge Drexler. Comprar una casa no es comprarse un deuvedé        —me corrigió Zuriñe—, vamos a darnos el tiempo necesario. Yo no sabía que podías modificar los cuartos de baño desde un despacho, yo no sabía que el cuarto de baño tenía tantas combinaciones como un muestrario de telas, yo no sabía que te podían enseñar por la pantalla del ordenador el mismo cuarto de baño que acababas de elegir. Me dio unas ganas enormes de cepillarme los dientes en ese mismo instante. Todo eran sonrisas de treinta y seis dientes. El abogado sonreía, la vendedora sonreía, el operario del sistema de baños digitales sonreía, Zuriñe y yo nos reímos a boca abierta y un buen rato.
       Por un milímetro de reloj, por un golpe de fortuna, llegamos a tiempo al Teatro Campos Elíseos. El sonido, la palabra, la luz vocal del uruguayo nos encanta. Lo que la poesía es y lo que la poesía hace, son la misma cosa, y Jorge lo transmite muy bien. Zuriñe me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien querido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella valoraba ese momento y eso era amor.
  
         El domingo Zuriñe bajaba a Madrid en su Fiat. El Norte el Sur, arriba o abajo, parecen un chiste malo de Barrio Sésamo. ¿A la meseta se sube o se baja? —no lo sé— ¿se remontan ríos, se abandona el mar y se sube uno a los cerros, a la meseta? Y aunque en Chamberí uno pueda abrir Google Maps —o un plano— y ver Madrid por debajo de Bilbao, la duda no desaparece.  Zuriñe desaparecía una vez más. Me habló del tiempo, de batir el record de paradas de descanso con el Chincuechento, que no hay que arriesgar las vidas, de lo bonito que está Bilbao en agosto, de lo felices que parecen los niños jugando en la Plaza Indautxu, de cómo se han acortado los días, de la pena de irse ahora y otra vez de los felices que están los niños en Indautxu, incluso a los bebes se les veía felices —decía. 
        A veces la miento: no tengo tanta calma, confianza o seguridad como represento. Más bien siento vértigo y me quedo paralizado. Pero no me queda otra que mentirle, si los dos lloramos desconsolados al mismo tiempo tenemos más posibilidades de ahogarnos. Existe siempre otra historia de amor, que no es la que vemos o escribimos. Dibujo en mi cara una parálisis dulcísima para que sonriamos juntos. Mi intención es, dentro de un marco más volátil, inflar el mundo en un par de versos. En poesía, o en amor, uno más uno es infinito.


         Arrancó el Chincuechento y desapareció por la calle Autonomía. Ese coche no está hecho para viajar para arriba o para abajo. Me compré un periódico y me fui a tomar café con leche a la calle Ercilla. A mi segundo café y chupito entró Regila acompañado de la mano de una muchacha con tacón alto y minifalda. Me vio al instante, se sentaron frente a mí y me dijo esas cosas que dicen siempre los actores cuando encuentran a un poeta de improviso: un día tendríamos que colaborar y escribir juntos un par de escenas. La señorita sonrió y aprovechó Regila para presentármela: mira tú, Helena trabaja en los teatros que frecuentas, como el Ópalo. Le podrías escribir un buen monólogo para esta noche. Sentí mi ceja izquierda casi en la nuca, tragué el chupito y la miré a ella. De pronto Helena alzó la vista y el espejo que había tras de mí desveló la belleza de su rostro: rizos oscuros, ojos verdes, piel rosada. El espejo poseído se estremeció: hacía tiempo que no capturaba un rostro tan bello. Pero la señorita no había leído a Gil de Biedma y se levantó de la mesa para irse al cuarto de baño envuelta en una nube de Chanel. Cuando regresó Regila pagó sus consumiciones y se fueron; yo me quedé, cogí una servilleta y escribí una escena más o menos como este párrafo.

 

         El lunes en la oficina estaba distraído y con la cabeza en mil lados. El kilovatio por hora y sus cinco decimales, me la traían un poco al pairo. Las grandes posibilidades de inserción laboral, el ascenso profesional y la autorrealización personal eran luz de gas. Hay un mundo donde proliferan páginas web, escuelas de marketing y elaborados índices económicos.  Para que su calumnia sea efectiva es preciso convertir en realidad una simple hipótesis. Nada parece más fácil de presentar como verdadero que lo verosímil, ocultando  primero los datos.
        Población: nueve millones y medio. El 50% de los habitantes tiene menos de catorce años. Tasa de mortalidad infantil: 226 por cada mil nacidos. Tasa de analfabetismo: sesenta por ciento. Acceso al agua potable: cuarenta por ciento. Esperanza de vida: 51 años. El 65% de la población vive con un Dólar al día…
Su Majestad la Reina Sofía, Presidenta de Honor de Unicef España, se interesa por el trabajo en Haití. Según los últimos datos, la financiación para el plan de reconstrucción en diez años superará  los ocho mil millones de dólares.
       Cero coma veintitrés siete uno dólares por haitiano al día. El refinamiento del quinto decimal en el negocio es de risa.

 

         Le dije a mi jefe que teníamos que hablar, que andaba muy agobiado e inquieto, que vivía como en una mentira, todo el día en la oficina y por las noches otra vida latiendo en Bilbao, abriéndose paso y llenándome la cabeza de ideas, que Zuriñe pensaba en casarse, que la situación social está muy mal y yo no dejaba de dar vueltas a las ideas y ponerlas en papel, que yo prefería esperar aunque ya habíamos adelantado el dinero de un piso. Andoni debió entender otra cosa, porque me dijo que hoy no podía quedar y hablar estas cosas, pero que el jueves lo arreglaba todo para salir de teatros y analizar el tema. Me guiñó un ojo y entró en una reunión.
        Bajé a ver a los del politburó que estaban fumando ducados y bajándose una película por internet. Los del comité fuman mucho, escuchan como si oyeran a un portero y dejan conversar, siempre y cuando preguntes así como se las dejaba Iñaki Gabilondo a Alfonso Guerra: a huevo. ¿… y dices que quieres trabajar menos y ganar casi lo mismo, que necesitas tiempo para escribir, que tienes madera de literato? Bueno —contest鬗, más que madera alma de poeta y lo de ganar menos hasta un límite, ¿más o menos hasta cuanto? Jokin, delegado sindical, me invitó a fumar y preguntó: ¿Pero tú has sido alguna vez premiado? Bueno —dije en voz baja— en el colegio. A Jokin le hizo gracia, rió escandaloso, reímos todos y nos fuimos a tomar cañas por la calle Licenciado Poza.
      Jokin no había estado en el Palacio de Invierno cuando la entrada de los soviets en Moscú, ni en La Habana cuando la entrada de los barbudos, ni en la Plaza de Tiananmen con el Ejército Popular de Liberación, pero tenía un pedazo de muro en casa. Una piedra de Berlín. Decía que la había recogido del muro mismo. El consumo, la televisión y el día a día le fueron trayendo otra decoración: tenía cuatro motos (una Norton del 52), dos coches, cinco televisores (una alta definición japonesa en el lavabo) y dos sillones relax forrados en cuero rojo. Jokin daba un significado melancólico a la piedra mientras ponía un tema de Pink Floyd. Los hombres de buena voluntad cuando sueñan, sueñan con el socialismo. Ya casi no podemos distinguir entre la mano —consumo— que nos acaricia y la mano o el consumo que nos aplasta.


         El miércoles me llamó Óscar Fisterra, ensayista y crítico literario. Me invitó a una copa en casa de un poeta de la generación de los ochenta. Elías Deià había nacido en Lekeitio, se educó en Londres y se licenció en leyes por la Universidad de Deusto. Aquí participó de la vanguardia Pott con Bernardo Atxaga, Joseba Sarrionandia o Ruper Ordorika. Varios años vivió entre Londres y Bilbao atendiendo los negocios familiares. Suyos son títulos como: Cuantas mujeres he sido, La malatía del sátiro o Tinta blanca, que yo tenía en casa, bien leídos. Nos recibió en su ático de la Plaza Jado. A la copa también acudió un joven poeta llamado Jacinto López Martínez, que escribía desde la post experiencia gótica. Elías se mostró muy efusivo, dinámico y muy cordial, casi arrollador. Nos abrió la puerta, en el ático entraba la luz por todas partes, nos preguntó que queríamos tomar. Pero antes de oír la respuesta dijo: a ti, Óscar, te voy a preparar un combinado en copa alta, con uno de esos tonos rojo chillón y contestatario, que tanto combinan con el colorido de tus ensayos.
        Cuando terminamos las copas, nos fuimos a uno los restaurantes de los Jardines de Albia con patio interior, cenamos al fresco y casi en la intimidad. A la hora del café, Fisterra, preguntó a Deià si tenía inconveniente en que el invitado nos leyera algunos poemas. Pensé que lo había dicho por mí. Pero Jacinto rápido sacó unos poemas góticos que oportunamente llevaba en el bolsillo, se armó de valor y respiro hondo, tratando de que no se notara el temblor de la voz al recitarlos. Tras la lectura Deià se quedó pensativo unos instantes y dijo después: ¿Cómo coño puedes ser tan decadente habiendo nacido en Palencia y firmando López Martínez?

 

         El fin de semana lo pasé solo. Hice un esfuerzo titánico para leer una línea. La casa, su suciedad y mi soledad me comían. Paseé interminablemente por el mercado de Abando que es más limpio. Si no fuera por el clasicismo consumista, los mercados estarían llenos de productos baratos, de igualitarismo, de basura, de gente como yo. Subiendo por la Alameda Doctor Areilza me paré frente a la Escuela de Química y Electrónica, que tiene una formación reglada, ocupacional y permanente en compañía de los jesuitas de Indautxu, y dan misa a puerta abierta. Un coro, cuya voz principal era una niña de apenas trece años, cantaba “Pescador de hombres” (… señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre, en la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar…) en misa de una. Una anciana y yo nos detuvimos hipnotizados. La anciana bajaba la Alameda con sus pies hinchados, dos bolsas del súper y los ojos de cristal de ángel, como si hubiese llorado algún rincón del alma. Su mirada era joven y tierna y con ella podía correr mejor que con sus piernas… los ángeles no mueven las alas apenas para volar.
         Volvió la madrugada con su barca hundida por la ría o por la Laguna Estigia y Lahispaniola se desdobla por la sombra. Ahora quiero escuchar el silbido de la hilandera, deshacer las figuras bordadas o tatuadas, que el oficio de poeta está hecho de hilo, tinta y espada, todavía puedo ser diestro cazador detrás de los espejos, marcar los límites del espejismo, ahogar las fragancias íntimas y ocultar las fotos, regresar de esos lugares donde se casan los sueños, mudar de disfraz, ponerme una máscara y deslizarme por las noches, olvidarme de ella, desaparecer sin luz y sin dejar huellas.
        Tal vez deba buscarla y desandar los cículos de esta visión adelantada que volverá mañana... el jueves cogeré un vuelo a Palma de Mallorca.


         Un grupo de hippies modernos, que esperaba con ansia que esta crisis fuera un cambio de civilización, están frente a la oficina de alquiler intentando descifrar desde su iPhone el código de reserva de su vehículo. Alquilaron un cuatro por cuatro que no era biodiesel. Llevan, o llevamos, que yo algo aporto —dije a Zuriñe, que vino a buscarme al aeropuerto—  medio año subiéndonos la factura eléctrica. Al final tanto desarrollo tecnológico no consigue hacer productivos los paneles solares o las estaciones eólicas, aunque las calles están llenas de aparatos inverosímiles y triviales que consiguen conectarnos al turboconsumo con solo desplazar los dedos sobre la pantalla.
       Zuriñe entendía mi humor y me dejaba despacharme a gusto, pero intuía que algo más había tras estos discursos. Quizá necesitaba este tipo de argumentos para justificar mis decisiones, quizá Zuriñe o los míos no iban a entender que dejara el trabajo para dedicarme a escribir, supongo que me encontraba protegido por mis fantasmas personales, podía echarles la culpa de cuanto sucedía por el mundo: lo mal que está el trabajo, la economía, la justicia social. Tan sólo me sentía a salvo huyendo de todo y tejiendo este ridículum vitae.


         Zuriñe había preparado este fin de semana largo con muchísimo esmero. Fuimos a comer a casa de mis padres, que nos esperaban como quién espera la visita de un pariente lejano: habían sacado el mantel de navidad, la cubertería de plata y un vino gran reserva para comer empanadas. Mi padre me paró por el pasillo y mi madre por la cocina para decirme cuanto veían de enamorada a Zuriñe. Mi padre, además, puso un cara e hizo un gesto con la boca que podía indicar tanto que me portara bien con ella, como que huyera cuanto antes, como que por fin se acercaba el día de ser abuelo. Zuriñe estaba radiante y serena, como bañada por la luz que tienen las pinturas de Alma Tadema, con una elegancia fina, discreta y sensual. Yo también la quería, la quiero, aunque bajo mis gafas muestre siempre esta cara ridícula o cobarde.
       Cuando llegamos a su casa, me regaló una especie de poema iniciático que había dejado sobre la almohada: “Nueve consejos para amarse toda la vida”. Uno: No reserves el corazón para más tarde. Dos: amar es estar cerca. Tres: si alguien te pregunta si no te importa más el trabajo o el dinero, levántate y vete. Cuatro y Cinco: no vendas nada, regala cuanto sientas. Seis: nunca reveles tu verdadero nombre, permite que lo descubran. Siete: No te quedes inmóvil, si tienes dudas da dos pasos al frente. Ocho: amar, simplemente amar con el desnudo abierto que todo lo viste. Y nueve: no temas al amor viejo, quiérelo como se quiere a un recién nacido.
      Tenemos el secreto  —dijo— sólo consiste en hacer equipo.


         Zuriñe despertó temprano y se fue a trabajar. Me llamó a las diez desde La Bodega, decía que tenía que contarme algo importante, que la esperara en casa para comer juntos y hablar, que la noticia cambiaría nuestros planes. Yo me temía lo que iba a decir. Llevaba días atando cabos: lo de los bebes felices en Indautxu, los comentarios sobre el matrimonio, el no arriesgar “las vidas” con el Chincuechento y este catálogo de ropa infantil en la mesa del salón, tan a la vista. Salí de su casa algo intranquilo y me fui a tomar un vino al Café Katy-lin.
      Allí estaban los poetas Martí Guillé y Guillermo Martí, el ilustrador y maestro pintor Lolo Dantis, el editor, pintor, poeta y diseñador Jaime Bello, y el músico y jurista Mario Solleric. Su conversación era de lo más vanguardista y científica, una suerte de anticipación humanística y tecnológica, pero yo no pude intervenir en momento alguno. Estuve callado, poco atento y como en otro mundo interestelar. No podía olvidar aquella noticia que cambiaría los planes. Todo se me venía encima, pero había que ser fuerte, aunque estuviera embarazada de gemelos. Y aunque el padre de las criaturas fuera Regila. Tenía que dar la talla y ser un hombre. Invitaríamos a Regila incluso a la boda, allí me mostraría muy amable con él y en un momento de distracción le volcaría estricnina en la copa. Todo muy rápido, sin huellas. Sólo habría que rezar para que los gemelos se parecieran a Zuriñe, y no me salieran dos retoños con cara de pellejo y huesudos, o que contaran chistes desde los cinco años. 
        El código genético se puede manipular  —dijo un poeta— y potenciar la capacidad lingüística, artística y musical. ¿Se podrá hacer que los futuros ciudadanos no cuenten chistes? —pregunté de improviso—. No, siempre habrá ridículos como tú.


         Zuriñe llegó a casa y nos fuimos a comer a un restaurante japonés junto a Las Ramblas. Los de La Bodega me han despedido —dijo, sin esperar siquiera a sentarnos—, tengo que ir el próximo lunes a arreglar los papeles del paro, dicen que no soy productiva, que necesitan recortar, que pagan muchos intereses por las nuevas instalaciones y que eso de meter en la hoja de gastos ochocientos kilómetros en el Chincuechento por Madrid era de estafadora, que a dónde me había ido, ¿a Irún?
       El restaurante era todo negro: el suelo, las paredes, el techo, las sillas, las mesas y la barra. Una especie de pizarra con brillo de obsidiana. Además iba todo muy silencioso, los clientes cuando entraban allí ya sabían a lo que venían: ver, comer y callar. Comimos en la barra y había constantes cocineros tirando pedazos de pescado como en una ruleta manejada con palillos. Yo quería haber dado más énfasis a mis palabras, pero el tono de habla japonés me lo impedía. No te preocupes mujer —contesté— esto es culpa de la crisis y Obama (que parece un trompetista de jazz) no hará nada. Clinton (que es el saxofonista del grupo de Obama) ya lo intentó, pero poco. Nadie toca a los millonarios. Los de la Bodega son unos especuladores, te han explotado y no te hacen falta.  —Remarqué bien contento por no hacerme cargo de dos bebes Regilas, aunque sorprendido por la noticia de su despido.


         De regreso a la ciudad empezaba Aste Nagusia (Semana Grande) y yo andaba solito por las calles pensando en la economía, en la literatura, en mi trabajo, en Zuriñe y en que se viniera lo antes posible para Bilbao. Deambulaba cerca de la Plaza de Toros de Vista Alegre: seis toros seis de Victorino para el miércoles de la Semana Grande. Los catalanes son los únicos que protestan contra la fiesta, aquí, en Donostia, Vitoria-Gasteiz o en Iruña ni se duda o se movilizan de alguna manera ridícula, como desde una barca en la ría.
       El barrio que envuelve el Coso es una pequeña Dominicana, Ecuador o Colombia. Uno puede comprar cerveza, recargar el móvil, conectarse a internet o comerse un sancocho caribeño a cualquier hora. Me senté en un bar a tomarme unos cuantos vinos. Una muchacha china entró y no me ofreció sus rosas porque yo estaba sentado solo. Pero esta mañana, precisamente esa misma mañana, yo le hubiera comprado todas las rosas, como los cabellos de Zuriñe, color rioja y la hubiera puesto cerca de mis labios para sentir su aroma.


       Por la tarde me llamaron los de la inmobiliaria para enseñarme los cuartos de baño. El maestro albañil, con una sonrisa enigmática, me ha enseñado la casa que quizá sea la mía, la nuestra. Una desnudez de paredes en ladrillo sin cubrir, como estar dentro de una construcción Tente. En el ordenador la bañera parecía más grande. Subir al quinto sin ascensor y por unas escaleras sin peldaños me causó un hambre desmedida. Cocino poco, aunque tengo un toque de chef para la fabada Litoral, así que me fui a la calle Egaña a por un pollo asado. El pollo es igual en todas partes, está a punto cuando coge color violín. Me comí uno entero. Esta mañana, después del café y el cigarrillo, no he podido salir del cuarto de baño. He sacado una caquita densa de poeta frustrado, que es un poco el que uno lleva dentro.


         Una flor puede contemplarse tanto con ojos de insecto como con ojos de botánico, y no existe —escribe Jorge Riechmann— razón última para privilegiar una de ambas perspectivas.
        El Guggenheim está lleno de culturetas de chicha y nabo. Este país ha pasado de la edad de no leer a la edad de la televisión. Se ha confundido la riqueza, el buen gusto o el éxito con el dinero. Pero el Guggenheim merece la pena. Sus distintas clases de acero (patinable, compuesto, inoxidable, de aleación, al carbono, con cinc, níquel, magnesio o sílice) invitan a componer una oda a favor del hierro color naranja. Las inquietantes figuras de Anish Kapoor y el reciclaje de sobrantes de la industria petrolera de Robert Rauschenberg, funcionan con ironía, como la sátira o una caja de truenos, que nos sitúan al otro lado del espejo. Pero el Guggenheim, como El Prado o el Louvre, también funciona como artículo de consumo. A veces, lo que traga este espacio único son seres conformistas, burgueses normalizados, medio-hombres con corbata, familias enteras con carrito para bebes y con chip de parque temático.
       Ser conformistas —supongo— es aceptar que no hay quién dé más. Pero conformarse añade también otro matiz: perder, en parte, la forma propia para sumirse o liquidarse en la corriente. Tal vez, por las resonancias marxistas hoy tan olvidadas, apenas utilizamos el concepto de alienación para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea. La vida o el arte son —como quería Kafka— un golpe de estado perdido en la sombra.


         Andoni me llamó para celebrar la semana de fiesta. Me dijo que los directivos de la compañía querían brindar al cielo de Bilbao desde lo más alta de las torres. Quedamos en la Plaza de Euskadi. Mi jefe gastaba más en trajes que Francisco Camps, y llevaba un terno nuevo azul violeta. Hicimos parada en un bar antes de ir a la cita y pidió dos Benedictine con hielo. Aunque vayas a un bar malo, pide siempre lo mejor —dijo—, porque así te van a tratar. No hace falta ser millonario para vivir como un señor —remarcó. Subimos a la azotea del rascacielos en un ascensor aún en obras que tardó medio siglo en llegar. Otro de los gerentes subió con nosotros. Llevaba la bragueta abierta y no se daba ni cuenta, porque estaba ensayando un saludo en voz baja para cuando brindara con los directivos. Tenía la mirada perdida en el techo del ascensor, movía los labios susurrando y hacía ademanes de dar la mano. Supongo que estábamos llegando a la altura, o el nivel, de la excelencia que distingue a los buenos de los mejores.
       Desde lo alto Bilbao parece un tablero militar y mi poesía se estaba convirtiendo en un peligroso campo de minas. De repente se apagaron las luces del edificio, la pirotecnia maltesa sacudió el cielo y llovieron lágrimas, como los rayos gamma brillando en la oscuridad lejana de Las Puertas de Tauhausen. Todos nos acercamos a la barandilla del rascacielos para ver el espectáculo. Lo que de verdad quería —le dije a un caballero que tenía al lado— era escribir el currículum vitae de mi primo gemelo, que trabaja en Planificación Financiera, y por las noches se dedica a hacer monólogos por los Cafés Teatro de Indautxu. Ganar el concurso de relatos de la ciudad y mandar mi empleo a tomar por saco. ¿Ah, si… —enfatizó el caballero— qué clase de monólogos? Tengo frases y heridas por todo mi cuerpo y se enroscan en torno a mí como la hiedra, pero el terror de estar sin palabras bajo los fuegos de artificio, me dejaron tan sólo con un chiste de Gila de sobra conocido. Los fuegos pararon, encendieron las luces, intentaron callarme dos veces —mi jefe me advertía de la importancia corporativa de aquel caballero—, pero insistí. Terminaba así: … me habéis dejado sin hijo, pero me he reído.


            ¿Por qué, de todo lo visto por Bilbao en tres meses, escribo más a menudo sobre estas imágenes cargadas de extravagancia? El salto de un pez en la ría, el canto de una jovencita en la iglesia, el aroma de una flor china,  seis rufianes que juegan a naipes, vistos a través de una ventana abierta a la noche, en una pequeña estación de enlace tranviario en Atxuri, donde antes había un molino de aceite.
         El ser humano —como visionaba Eliot— no soporta demasiada realidad, y yo me moría por morder los labios de Zuriñe, como si fuesen rodajas de melón, por tenerla en casa a diario y por entregarle estas cartas ridículas, de pulpa y cuarzo, para que ella las riera o las inspirara. Aunque ella no lo sepa, yo la he visto leer mis papeles, usar mis plumas, responder al deseo de mis labios con sus labios frutales. Se ama/escribe para vivir, para sobrevivir, a pesar de toda distancia y tanta ausencia.
        Supongo que volveré a los muelles de Martzana y terminaré estas líneas en el Café El Pirata. Y volveré a tener las mismas dudas mirando los peces saltar en la ría, y romperé el ridículum vitae y lo haré añicos, porque más tarde o más temprano terminarán en un contenedor de papel o contaminando la ría.
      O quizá imprima y anille mis papeles, y espere que una edición artística reconduzca esta ridícula situación tan forzada.
     …creo que el fantasma tristísimo de Oliverio Girondo me indica que me calle de una vez.