El poeta Nikolái Gógol tenía una nariz realmente afilada, era de tal longitud y movilidad que había sido capaz, como un contorsionista facial, de juntar, en un contacto bizarro y cachondo, la punta de la misma con su labio inferior.
La nariz fue el gran leitmotiv de su obra. Su prosa poética está repleta de olores, estornudos y resoplos. A la luna llamaba “la gran nariz” y a sus habitantes “narizotas”. Su gran poema publicado fue “La nariz”, que era un himno satírico al gran miembro. Sus héroes o diablos se lanzan a orgías donde las narices duras son falos y las narices tiernas son vaginas. Sus narices pintan, hacen música y escriben poemas, son órganos soñadores con forma de flauta doble, pincel o brocha, narices que se enamoran o desengañan entre aspiraciones y ronquidos. Otras están malheridas y melancólicas, sus orgías de cocaína y alcohol son más crueles que tiernas, su forma es, más bien, de cola de cerdo o de pata de gallo, y sus letras soportan un poeta resfriado o intoxicado.
En uno de sus cuentos un borracho trata de serrar la nariz a otro en un café. Le acusa de escribir cartas de amor a su mujer y firmar con sangre. El acusado mientras se defiende percibe el olor de la ginebra y las monedas de oro, el olor de los relojes y los zapatos, el olor de las pashminas y el acero del serrucho. El pobre diablo, que termina perdiendo la nariz, lo niega todo, pero lo delata un poema que le escurre por la fosas nasales con gotitas de sangre. Quizá Gógol despertó con estas historias de su propia pesadilla, a costa de acercarse demasiado rápido a la locura.